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Cuento: “Galopando tus dedos” de Luis Barrera Linares

Seguías sin entender muchas cosas. Lo de los murciélagos de Bruzual aclaraba algo, pero nada más. Solo recordabas el grito lejano de tu padre, la ironía de tu tía, la gorda. Trata­bas de cerrar una historia que no terminaba. ¿Por que lo de tu hermana no te había mos­trado nada? El recuerdo se te perdía en la carretera desierta, en la carretera del calor pegajoso e indefinible, aquella que dopaba, que te volvía pendeja y obstruía los acontecimien­tos del viaje inesperado. Que hacía que tu pa­dre hablara sin despegar mucho los dientes: no, esa vaina no se hace.
Todavía Rey meneaba su cola con entusias­mo. Adulaba a los visitantes conocidos. Co­mía con modales de perro fino y jugueteaba con las niñas. Subía las escaleras con diploma­cia y se echaba en el balcón (debajo de los muebles rústicos, aquellos que habían compra­do en la entrada de Barinitas). Esperaba el aire fresco que se puede respirar en las coli­nas, lejos de muchedumbres inquietas, disfru­tando de la naturaleza con las ventajas del progreso, como decía tu tía, la gorda. Y las ni­ñas se alelaban sobando su pelo de perro fino, manoseándolo, decorando con creyones su co­llar para pulgas, galopándole los deditos por el espinazo, al mismo tiempo que tus pen­samientos se esparcían por el jardín y se es­condían con las flores que el jardinero cui­daba, subían por los metales decorados y se encontraban otra vez en ti y en Rey, que gozaba con las caricias inocentes de ustedes.
Recordabas a Bruzual desde el puente, con sus treinta casas. Desde ya te inquietó la plaza: No entendías una plaza con barandas. Pero la plaza no es muy importante cuando se trata de otras cosas, pensaba tu padre, esa vaina no importa, aquí nos salvamos. Tampoco a tu her­mana le llamaba mucho la atención. «A Ligia no le preguntes, ella es mayor que tú en mu­chas cosas y hay algunas que no te puede de­cir». En verdad Ligia continuaba aprisionada en su silencio. Desde Caracas. No le importó ni plaza ni murciélagos ni carretera sin fin y mucho menos una salvación absurda. Tu pen­sabas que… No, tu no pensabas; creías que desde hacia dos días se había incrustado algo entre tú y ella, se habían acabado las caricias comunes para Rey (la misma tarde que oíste unos golpes en la sala, después de que tu padre entró). Cosas de la edad, te sonreía la tía, la gorda.
Ligia se quedó con la señora de Bruzual. La que te llevó a pasear por la plaza de los murciélagos, la plaza-corral donde jugaste con niños a quienes no habías visto nunca y que vestían muy distinto a ti, donde encontraste un perro que no era Rey (ni tenía collar para pulgas como él), donde un señor ofrecía un bolívar por cada murciélago muerto.
Al regreso preguntabas por tu hermana y papa apretaba mas los dientes: «Ella se que­da, porque hay vainas que no se pueden hacer y que a ti no te interesan.» Tu tía, la gorda, te guiñaba el ojo y se cruzaba los labios con el índice, «ella va a estudiar aquí este año… ».
Ahora mirabas a Rey sorprendida: tendido en el suelo, echado en su sangre y mordiéndose su propia lengua. Te confundían muchas imágenes raras: Ligia galopando sobre un ca­ballo brillante, tu padre con el ceño fruncido maldiciendo al mundo. Rey corriendo desespe­rado detrás de la señora de Bruzual. La tía gorda aplastando entre sus manos abultadas las flores del jardín… Y todo confluía en la imagen vaga de la llegada de Rey y en tus cariños para él: en la historia oscura que no podías cerrar. Ligia permanecía sentada en el mecedor de los muebles rústicos. Solterona in­cansable. Encerrada en una espera inútil para ti. Ahora la veías con cabeza de murciélago (de aquellos que vivos no valían nada y muer­tos un bolívar). Recogiendo con tus uñas la sangre de la hojilla. Acariciando. Galopando tus dedos sobre el espinazo de Rey-muerto. Ella con los senos apuntando al infinito, perdidos en la sed de los murciélagos.
De la herida del cuello que tenia Rey, salía aún sangre fresca, tibia sobre tus piernas la­tentes. Y pensabas de pronto en tu padre no que esa vaina no se hace. Bruzual. El pueblo vago en la memoria, con sus treinta casas y las nubes de murciélagos entre los árboles. Ligia lejana en su llanto de adolescente. Y ahora, en un presente de caricias estériles, de galopes sobre un espinazo frío, pensabas en algo que tendrías que decir a la persona cuyos pasos se oían en la escalera.

1978

Publicado en: En el bar la vida es más sabrosa. Caracas: Instituto Pedagógico, 1980