En la oscuridad que deja la ausencia de electricidad, cada gesto humano se revela como acto de resistencia. En Las horas perdidas, Edinson Martínez ha compuesto una novela que respira el bochorno de un país paralizado por el colapso energético, donde los detalles de la vida cotidiana adquieren una dimensión épica. Esta obra publicada por Sultana del Lago Editores se convierte en una invitación urgente a leer la tragedia íntima de Venezuela desde sus espacios más humildes: los pasillos de un edificio, el maullido de un gato, la brisa que no alcanza a aliviar.
Desde sus primeras páginas, Las horas perdidas nos sitúa en un microcosmos perfectamente reconocible para cualquier venezolano: un conjunto residencial atravesado por la canícula, el tedio y el colapso. No hay eventos extraordinarios, y sin embargo todo ocurre. Porque en la quietud forzada del apagón, los personajes se revelan con una nitidez que sólo el calor, la incomodidad y la falta de electricidad pueden generar.
Mateo, el gato negro que recorre los techos como un centinela indómito, se convierte en el hilo conductor de una historia coral donde cada apartamento encierra una pequeña tragedia, una rutina en ruinas, una esperanza tenue. No hay protagonistas únicos: hay vecinos, niños, jubilados, madres solteras, recién casados al borde de la fractura, mascotas, ausencias. Hay, sobre todo, humanidad.
El mayor logro de Martínez está en la construcción de una narrativa profundamente sensorial. No recurre al dramatismo ni a los clichés de la denuncia. Lo suyo es el realismo de lo íntimo, de lo aparentemente banal: el olor del gasoil, el sudor que se desliza por una espalda, la brisa que apenas roza, el crujido de unas bisagras, el murmullo de una conversación entre vecinos.
Es una novela escrita desde el oído y desde la piel, donde cada escena se despliega con la lentitud que imponen el calor y la inercia de un país a oscuras. Hay una poesía contenida en cada gesto: encender un cigarro en la ventana, evitar una conversación conyugal, arrojar una colilla al vacío, oír pasos en el techo, observar las luces lejanas del lago como si fuesen estrellas al revés.
En Las horas perdidas, lo político no aparece en los discursos, sino en la imposibilidad de vivir con normalidad. El colapso no es tema: es escenario, atmósfera, cuerpo. Y desde allí, el autor nos ofrece un relato que oscila entre la crónica literaria y la novela intimista, sin perder en ningún momento su tono sobrio, cálido y cargado de observación.
Es un libro para leer despacio, para subrayar frases que nos resultan cercanas, para mirar nuestra propia cotidianidad a través de sus páginas. Es, sobre todo, un acto de empatía narrativa, de rescate de las pequeñas historias que componen la gran historia de un país atravesado por la penumbra.
"Edinson

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