Sultana del Lago Editores

Editorial Independiente de Venezuela

Del libro «Yo que supe de la vieja herida»: Casi arte poética. Armando Rojas Guardia

Casi arte poética

Belleza… santa perra.
Sánchez Peláez

Disfruto el poema como un brandy
lentísimo y soberbio sobre el labio.
El lujo decadente de mi ánimo
mostraría esta tarde sus estampas:
daguerrotipos húmedos, sombríos,
giros solemnes, como decir «desdicha»,
azucenas de altar y hasta magnolias
como aquella que Wilde se colocaba
en la solapa anchísima del traje
(Scotland Yard siguiéndole la pista
para hacer aún más bella la tragedia).
¿Hace falta decir que el tocadiscos
en este instante justo, murmurando
viejos clisés de Brahms para violines,
me edifica una cárcel minuciosa
donde me apresan ánades, deidades
lluviosas como silbo entre los álamos,
ánforas gigantescas con petunias
(se trata de una escena de Visconti),
un susurro de raso en las baldosas,
una charla con Proust en el balcón
mientras tose él su asma en el pañuelo,
aire opalino como aquel color
que contemplé yo en Como hace ya años
(la nota que faltaba: un viaje a Europa
cuando mi adolescencia agonizante
lloraba en pleno tren tanta belleza).
Y aun si en este minuto deseara
ahuyentar de estos versos la panoplia
de lugares comunes (¡tan sabrosos,
tan de rancio alcanfor, tan frac guardado!),
si quisiera escapar de la harmonía
de estas arpas solemnes, de este nácar
con que la tarde irónica me escribe
una luz rubeniana, su hombro níveo,
su Verlaine otoñal en pleno trópico,
si para no asustaros me enseriara
y, como buen alumno del poema,
os dijera (les dijera, mejor)
ya siglo XX, idéntico a los bardos
(los poetas, perdón) de Venezuela:

            De rodillas la tarde nos evade.
            Tan inerme a su luz está hoy la casa
            que me duelen de frágiles los muebles
            y pesa la orfandad de los jarrones.
            Convalece el perfume.
Las paredes
            porosas nos respiran.

Si yo dijera así (y ya lo han visto:
puedo ser tan moderno, yo, tan lírico,
tan barthesiano si me lo propongo,
tan lector de Saussure como cualquiera,
tan sintaxis de sala de conciertos),
si yo dijera así, les mentiría:
barnizando de doctrina mi poema
—semiológicamente, por supuesto—
disfrazaría tan sólo mi homenaje,
obsceno como sexo de muchacho,
a la perra tenaz, la puta invicta,
que me sigue los pasos y me muerde
todos los días el alma, igual que en Como.

Y acaso sea por eso que me burlo
de ese animal espléndido, acezante,
de ese monstruo tallado de deseo,
de ese totem magnífico mirándonos
con ojos de Cernuda en esta tarde:
me defiendo con unos versos torpes,
este Chopin tocado en la retreta,
ese art nouveau de casa de La Guaira,
esta foto velada de Venecia
que ensucia en la avenida un automóvil,
esta añoranza a la que más bien quiero,
en vez de desnudarla desnudándome,
nombrar como Andrés Mata en una plaza
bajo los almendrones de Macuto
junto a un vals merideño en la rockola.

Me sé de memoria los epítetos
(en algún calabozo no lejano
con un palo le pegan a Vallejo),
y, si convierto en ron el brandy pulcro
de este poema donde la perra ladra,
no lo olvido un instante, frente a frente:
la puta me conoce, hasta en la calle,
y esta tinta manchándome las manos
es el rastro de sangre acusadora
que atestigua mi crimen cotidiano
y me expone al castigo inevitable
de seguir cometiéndolo mañana.