10 poemas de “CANTO INVERSO”
El libro “No hay necesidad de mi en los infiernos” del poeta venezolano Víctor Vielma Molina está compuesto por fragmentos de su trabajo literario inédito de cuarenta años. “Canto Inverso” es uno de los capítulos del libro, donde se recogen poemas escritos entre 2010 y 2012.
Salté al vacío
Salté al vacío para nunca caer.
Viví en la inminencia del dolor
como si nunca su resonancia acabara.
La verdad tiene estallido
de alguna contradicción que la desierta.
Pero de tanta luz que no se dejaba ver,
amaba la insolvencia de escombros
que la infortunio me dejaba.
¿Cómo dejarla de amar,
si la recojo como a la única lumbre del camino?
Fundado en el dolor no encontraba otro delirio
más que hallarla para bruñirla de cielo.
Llamé al auxilio del Divino.
Él, me la devolvió.
Enajenado de amor me dejé caer en sus brazos;
—no hallé a otros con el mismo tenor—.
Desgarrado, en cobarde idolatría,
la llevo en dolor asumido.
Vine tardío
Vine tardío como quien no asiste a su propia muerte.
Vine a su otro mundo, a su rescate.
Vine a adorarla en su ofuscadora estrella
a pesar de que habla del talento del profanador.
Recojo sus horadados pétalos
bajo esloras de barcos a la deriva.
Mas sé que vendrá otra manera de besar la perfidia.
Sólo basta que sus ojos se posen sobre mi humanidad
para insurgir contra la normal forma de ser.
Soy más en la indulgencia que en la venganza.
Aceptaré, como indigente, sus escombros.
Como resquebrajado jarrón de porcelana,
me alzo en filos.
Y en reconciliación, resurgido, trasciendo.
Tan vacío
Me hallé tan vacío que parecía invisible.
Mi bizarría creía arruinarse ante tu abandono.
El cielo semejante a un pájaro gigantesco
parecía estrellarse en la otra calzada.
Allí renacía con otros arcanos que galopaban al mismo sino.
Mas otros pasos resonaban en el silencio blanco.
Tu antorcha apagada escondía tus aplastados sonidos
que iban ascendiendo por las escalas
de tu fracturado espejo.
Como desgarrado idólatra atravesé a tu desierto
para beber el agua impacientada de tus pretéritos.
En hidrópica ansiedad que desfloraba mi inquietud,
degusté tu escasez
como si aún me pertenecieras.
No sé hasta dónde
No sé hasta dónde he de llegar para entregarte el cielo
y alojarme en la irreductible sed de tu sombra.
Si ya he degustado de la postmodernidad de tu infierno,
insólito habré de ascender al templo de tu alma.
No soy cuerpo místico que pasta del ayuno.
Vivo devorando la indiferencia de tus encantos.
Me propongo alcanzarte más allá de la infausta hora.
Como pasajero de sueños seguiré tus vestigios.
No importa el camino infecto.
Sólo bastará andar,
dar pasos.
Despertaré al alba
si niega el desalojo de sombras.
Donde todo está preñado de lo ignoto
desataré misterios.
Nada está definido.
Recogeré estrellas
para desafiar esfinges y derrumbar historias.
Llegaré a la puerta del destino,
tocaré el perfil de sus enigmas.
Para que todo cambie.
Para que germinen bondades:
Danzaré sobre el agua de clepsidras,
romperé con la manía de quebrar vuelos
que van al nido de la tarde.
A pesar de tu infernal existencia
y de tu precaria eternidad
he de rescatarte
ante la impecable navaja del tiempo.
La flor me pertenece
La flor me pertenece en su misteriosa precedencia.
Si la tomas,
aún es mía en su envergadura,
en su enervación incitante.
¿Cómo hacer para que la flor permanezca?
La he cortado en su alienante y venerable belleza.
La he hecho mía desde su inmaculada corola.
En su breve presencia
pude escuchar la eternidad.
Hoy la encontré desflorada,
pero recojo sus pétalos
en imposible defenestración.
El buitre
El buitre se nutría del cielo que me dabas.
Rompía la vidriera del alba
saqueaba a mis privilegios.
Se alejaba hasta la cuchilla del horizonte.
Desgarraba horas.
Yo escuchaba como él siniestraba al azar,
a tus madrigueras de otoño.
En el puñal de su mirada aventuraba a mis fueros,
a mi investidura de pontífice.
¡Cómo se conmovía,
cuando mi soledad promediaba a su favor!
Yo trataba de impedir su homicida y suicida vuelo.
Le apagaba la oscuridad
lo aturdía con letanías.
Pero él, en escandalosa porfía devoraba la lumbre.
Lo veía venir armado de tu desdén.
Se retrataba en el espejo de mi existencia
hasta desaparecer en mi quebradizo espíritu.
Pero ambos moríamos en fracasados intentos,
como si ambicionáramos aniquilar la racionalidad.
Cuando siento que el buitre renuncia a sus intenciones,
lo invoco.
Yo que adolezco de renombre y victorias lo hostigo.
Aunque sólo me lleve el honor de sus miserias.
El viento
El viento era un habitante más.
Su hoz invisible tasajeaba aridez.
Era un agitador que envilecía al sol.
Yo asistía a su ebriedad,
a su obstinada manera de llevarse el paisaje.
Ante él, yo resistía la soledad en sus secas convicciones.
Todo dolía a investidura de cuchillo.
El miedo, en valiente retaliación habitaba hechos.
Allí lo humano parecía colapsar.
Llegada la noche,
el viento destrozaba con sus frías garras,
hacía chirriar a la muerte.
Todo parecía caer.
En un rincón yo desmoronaba al tiempo.
En el otro lado del mundo
la pérfida se entregaba.
Yo en albur jugaba a perder.
Gané la inmunidad de aquel desierto.
Inmundo desperté
en frontera de otra piel.
La reconquisté
La reconquisté con su impureza.
Llevaba pétalos rojos como sonrisa
capaz de matar a un caballo en vuelo.
Asido a su desafiante guitarra
no pude resistir el embate de su barco.
No hice más que compeler al naufragio del tiempo.
Insultado en el más mórbido placer,
la dejé hundirse en la humillación de su marisma.
No sé que espejo desvió mis sentidos.
No sé que trasunto alcanzaba mi sentimiento.
En ello, perdí y no supe más que versar mi epitafio.
Fui a su infierno.
La recuperé,
tan semejante a la piedra que perpetuamente llevo a la cima.
El tiempo habla de manera esperanzadora.
Sé que malversó más que yo en su arbitrio proceder.
Sabiéndola echada de otro cielo,
la alojé en mí costado.
Vino a mí
Ella llegó sin entender mis oficios
ni mi entrega al solipsismo de mis versos.
Vino a mí como se aborda la barca
que se lleva la corriente.
Me transportó al temporal de sus apetitos.
Antes de entrar a la mar,
la amé en la soledad de octubre,
la amé en su caudal delicioso,
la amé bajo enormes palmeras,
viajé en su avalancha de arena,
me adecué a su costumbre de olas.
Llegué a su residencia de molusco
y a orillas del gigantesco lago,
supe que era más que mis versos.
Sobre nuestra entrega interminable,
vino la noche y nos sepultó
bajo su epitafio de estrellas.
Ella lo dijo
«¡Odio al pueblo!». Ella lo dijo.
Su cuchillo parecía romper existencias.
Contemplé su belleza como quien descubre misterios.
Miré cómo el abandono perfilaba al paisaje
que dejaba huérfanos a sus críos.
La inenarrable soledad, hablaba.
Vi las casas desnudas,
a sus desbastadas calles.
Sentí la sed del pueblo,
al ardoroso sol.
Observe la escasa vegetación que esperaba al viento.
Sentí al hambre pasar con sus derruidos atuendos.
No pude más que contestarle:
«Aquí vivimos de la escasez
como si no existieran otros mundos.
En la fetidez de lo sublime creamos metáforas,
instauramos belleza sobre la aspereza y crecemos.
Aquí sobrevivimos con lo que amamos.»
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