Sultana del Lago Editores

Editorial Independiente de Venezuela

[El lago de los poetas]: LA LEYENDA DEL LAGO de UDÓN PÉREZ

UDÓN PÉREZ
(1871 – 1926)
Poeta, periodista y dramaturgo, nacido y fallecido en Maracaibo, quien dirigió El Centinela (1893), La Guitarra (1911) y Alma Latina (1919), conjuntamente con Marcial Hernández, Víctor Raúl Sandoval y Rafael Yepes Trujillo, respectivamente. Fue maestro y servidor público, además de escribir varias obras de teatro como Frutos Naturales, El Gordo y Sin Nombre. Su poesía se inscribe dentro de la preceptiva clásica, aunque en algún momento hizo poesía modernista; se caracteriza por ser descriptiva, criollita y nativista, así como tuvo momentos de intimismo lírico. Versionista de poesía universal. Publicaciones: La Maldición (1897). Vendida (1898). La Escala de la Gloria (1899). La Voz del Alma (1901). Lira Triste (1903 y 1971). La Leyenda del Lago (1908). Himno del Zulia (1910). Ánfora Criolla (1913 y 1951). Trípticos Apendiculares (1915). Dos Poemas (1916). Colmena Lírica (1921). Bajo los Sauces (1921). Divino Mundo i El Cocotero –coautor con Rafael Yepes Trujillo– (1923). Láurea. Cantos Patrióticos (1927 y 1957). Hojas y Pétalos (1929). Cantos de Udón Pérez al Libertador (1940). Poesías (1943). Evocaciones Íntimas (1951). El Jardín de las Caricias. Versiones (1952). Calcos. Versiones Poéticas (1952). Antología de su Obra (1968). Antología Poética (1976). Rosas secas (2004). Antología poética (2010).
La Leyenda del Lago, como todo poema nativista posee un fondo romántico y en él, por lo general, se cuentan hazañas de héroes fantásticos o reales. En este poema se cuenta la historia mítica de cuando el Cacique Zapara furioso y lleno de cólera por haber descubierto que su hija Maruma y el poeta Tamare estaban enamorados, abrió con sus manos la tierra y allí el diluvio hizo un lago. Si se quiere esta leyenda se cuenta en un sentido muy teatral a consecuencia de la descripción de las escenas, de las palabras cortas y precisas y de ese comportamiento entre idealista y realista de los personajes en el espacio que les toca actuar.

LA LEYENDA DEL LAGO
—Poema Indiano—

En pos de un blanco vuelo de alígeras gaviotas
el de Ojeda venía de comarcas remotas,
por las ondas cerúleas que rizaba el Caribe,
a las doradas costas donde el indiano vive.
Venía con ensueños de ambición i de gloria
a segar nuevos lauros para prez de su historia,
a ofrecer nuevos timbres a su gente bizarra.
Tras las níveas gaviotas se internó por la “Barra”
de arenosos bajíos coronados de espuma;
i en su barco ligero cual levísima pluma,
al hallarse de pronto con un lago de seda,
se quedó sorprendido don Alonso de Ojeda.
En sus sueños de gloria, de ambición i fortuna,
nunca vio que se alzara más hermosa Laguna,
ni aquel otro prodigio que a la incierta mirada
ofrecía el señuelo de una isla encantada.
Avanzó al Occidente bajo el ala sonora
de la brisa. Extasiado, de su nave en la prora,
i a la luz de una tarde de irisados reflejos,
el país milagroso contemplaba a lo lejos.
Avanzó, i a medida que avanzaba a Occidente,
de sus chozas lacustres, en la margen riente,
los indianos miraban con suspensas pupilas
el cruzar de la nave por las ondas tranquilas.

Lago adentro, al abrigo de un recodo suave,
recogidas las velas, soltó anclas la nave;
y al compás de dos remos, sobre frágil barquilla,
don Alonso de Ojeda dirigióse a la orilla.
I saltó, i a la sombra de profusa arboleda,
sobre rústico asiento, don Alonso de Ojeda
contempló con pupila codiciosa i avara
el grandioso espectáculo de la tierra de Mara.
Luengo espacio quedóse pensativo i absorto,
con la vista en las ondas.

El ocaso era un orto;
como un orto, que haciendo de su púrpura alarde,
cisolvía en las ondas el fulgor de la tarde.

* * *

De repente, un anciano…
(Su color i su traza
denunciaron que él era de índica raza).
I le dijo el anciano en su lengua nativa:
—Señor, ¿qué de mi suelo te subyuga i cautiva?
¿qué tanto te embelesa? ¿qué tanto te complace,
a ti, que acaso vienes de donde el día nace?
Calló. I habló el de Ojeda con entusiasta acento:
—Mi planta peregrina cruzó lugares ciento.
Yo he visto en largos viajes de guerra i de aventura
cien pueblos encantados, cien islas de verdura,
donde tal vez habiten bajo frondas discretas
los genios i los dioses que evocan los poetas.
La tierra de mis padres, venero de primores,
mi noble Patria, aquella Patria de mis amores,
mi tierra, toda llena de encanto i poesía,
como lo más hermosa del mundo la creía.
Mas hoy, cual don más alto, me brinda la Fortuna
llegar hasta la margen que te sirvió de cuna;
i al ver tu Lago en donde parece que palpita
un corazón, que un alma poética se agita,
que junta al mar sus linfas bajo dosel de frondas
sin que el Caribe amargue las mieles de sus ondas;
al ver de sus orillas el rico panorama
que en olas de proficua verdura se derrama;
al ver su lomo terso como cristal pulido…
eriales me parecen las tierras que he vivido.
Tú que naciste en estas magníficas regiones,
¿no sabes por ventura de viejas tradiciones
que digan el origen de tu gentil Laguna?
I respondió el anciano, lleno de orgullo:
—Hai una.
La saben cuantos indios recorren las florestas
del Lago. En los areitos i en las nocturnas fiestas
nosotros la decimos en trémulos cantares,
al son de los carrizos, bajo de los palmares.
—¿Eres poeta? Cántala en tu salvaje idioma,
que tiene en mis oídos arrullos de paloma.
—¿Paloma? ¿Quién a orillas de mi Laguna quieta
no sueña, no se inspira, no canta… no es poeta?
Sabrás la extraña historia; mas no por lengua mía:
el tiempo ahogó los ritmos que en mi garganta había.

Después, hacia la orilla se adelantó el anciano:
batió en señal, tres veces, las palmas de la mano;
i un grupo de desnudas doncellas, al aviso,
dejando sus flotantes cabañas, de improviso
somorgujó en las linfas sus curvas i sus flancos,
moviendo en torno espumas como plumajes blancos.
Rompió con diestros brazos las ondas, en que el día
la luz del vespertino crepúsculo ponía;
i al alcanzar la orilla con algazara leda,
formó en un semicírculo delante del de Ojeda.

* * *

Cantad —dijo el anciano, de las indias al coro—
la Leyenda del Lago cristalino i sonoro.
I en su canto de ritmo melancólico i vago,
Refirieron las indias la Leyenda del Lago:

—Cuando en remotos días, un Jefe, el Gran Zapara,
ocupó estas regiones con su tribu preclara,
por el vasto dominio donde el Lago murmura
levantaba una selva su gigante espesura.
En redor de sus lindes lujuriosas i hurañas
fabricaron los indios sus alegres cabañas;
mas ninguno en el seno de la selva podía
penetrar, que la selva misteriosa i umbría
reservó el Gran Zapara, por arcano deseo
o capricho de Jefe, para propio recreo.
Allí alzó su morada peregrina; i en ella,
con Maruma su hija, con Maruma la bella,
departía en las horas de reposo.

Maruma
no sabía de amores; i en las tardes sin bruma
i en las noches serenas —singular poetisa—
le cantaba canciones de ternura imprecisa,
o acordábale en versos de armonías extrañas
de su estirpe guerrera las heroicas hazañas
—¡El amor! ¡Cosa inútil!— el Cacique decía:
i aunque bravos guerreros de probada hidalguía
requirieron la mano de la india hechicera,
ni una alegre esperanza vislumbraron siquiera.
—¡El amor! ¡Cosa inútil! I el Zapara egoísta,
a Maruma la hermosa, a Maruma la artista,
confinó en su morada, cual un raro tesoro,
por gustar de sus versos i su canto sonoro.
Mas un día el Cacique se alongó por la estrecha
senda del mar…

Maruma, con el arco i la flecha,
i en la cintura breve la bien provista aljaba,
detrás de un ciervo arisco la selva atravesaba.
Corría tras la pieza sin calma ni respiro;
de pronto se detuvo: la pieza estaba a tiro.
Llevóse al pecho el arco de recia contextura,
calada ya la vira sobre la cuerda dura…
Fue a disparar…

Repente, con rápido zumbido
vibró otra flecha: el ciervo cayó de muerte herido;
i en medio de la selva misteriosa i callada
quedó Maruma absorta, suspensa la mirada,
el arco distendido, la flecha sobre el arco,
mientras la res gemía sobre purpúreo charco
Un cazador apuesto, del fondo del boscaje
encaminó sus pasos hacia la res salvaje,
en cuya frente, como si fuera un asta fina,
veíase clavada la fuerte jabalina.
Maruma fue al encuentro del cazador que, ufano,
alzaba en ese punto con vigorosa mano
la pieza, todavía caliente i palpitante.
—¿Quién eres, i qué buscas?

El indio irguió el semblante
dejó sobre la alfombra la ensangrentada presa…
i contempló a Maruma con plácida sorpresa.

—¿Quién eres, i qué buscas en la selva sagrada,
a todos, por mi padre, sin excepción vedada?
Así la india.

I luego, bajo la fronda oscura
del bosque, se miraron con tímida ternura.

—Tamare soi, i vengo de mi nativa tierra.
Una virtud divina mi corazón encierra:
yo canto, soi poeta; pero la gente mía
rechaza a los que adoran la excelsa Poesía.
Errante voi; mas nunca será que el paso vuelva;
crucé, no supe cómo, las lindes de tu selva;
i en ella voi perdido, durmiendo entre sus grutas,
bebiendo en sus raudales, gustando de sus frutas.
¡Oh, hermosa! Yo ignoraba que el tránsito en su seno
vedado está: perdona si de malicia ajeno
me entré por la espesura; conozco ya la veda:
indícame el camino por do alejarme pueda
a donde el Gran Espíritu morada me depare.
Tal, de emoción henchido, le respondió Tamare;
i bajo el rico dombo cubierto de verdura
tornaron a mirarse con íntima ternura.

—Tamare: —dijo entonces Maruma, i fue su acento
como rumor de cañas mecidas por el viento—
el don porque tu pueblo te aleja i te abandona,
mi espíritu lo siente, mi labio lo pregona.
Para escuchar mis cantos, que a otros oídos niega,
del trato de los hombres mi padre me relega,
Maruma soi, la hija del Gran Zapara; pero
aunque vedado el sitio, privarte de él no quiero.
Mi padre se halla ausente de la selva; conmigo
ven: en mi oculta choza te ofrezco pan i abrigo.
Repararás tus fuerzas… Te marcharás mañana,
cuando mi padre torne de su excursión lejana…
En tanto, solos, solos i en dulces desvaríos,
Me cantarás tus versos, te cantaré los míos.

I por vereda inculta que el cazador desbroza,
se fueron, lentamente, camino de la choza.

* * *

—¿Es cierto?
—Es cierto, padre.
El indio está en mi alcoba
de verdes palmas, sobre mi lecho de caoba.
Tu pan comimos juntos, hicimos un derroche
de música y de versos; y al extender la noche
sus lúgubres tinieblas, él en mis brazos preso,
dormimos juntos, juntos, después de un largo beso.
¡Maruma!
—Es cierto, padre. Nos unen fuertes lazos,
i torno ahora al cielo divino de sus brazos
Maruma entró en la choza…

El Gran Zapara, henchido
de rabia, dio a los aires colérico rugido,
que estremeció a lo lejos del monte la garganta;
batió la dura tierra con formidable planta,
i, cual si herida fuese por rudo cataclismo,
la selva, bajo el golpe, se convirtió en abismo.
Los caudalosos ríos, desde las cordilleras
vecinas, descendieron con ímpetu de fieras,
i, a modo de un diluvio terrífico i disforme,
vaciaron sus torrentes en el abismo enorme.
Entonces el Cacique con sus robustas manos
la tierra abrió hacia el Norte: sus odios inhumanos
llenar la cuenca ansiaban… i, como en fuga loca,
el mar entró al abismo por la entreabierta boca.
Así, ya satisfecho del vengativo estrago,
entre el Caribe undoso i el apacible Lago
—después que de su tribu cedió el gobierno a Mara—
en arenosa Isla se convirtió el Zapara.

I en tanto que en estrofas de rítmica dulzura
cantaba la pareja su amor i su ventura,
del mar las densas olas i el agua de los ríos,
fundiendo en solo un ímpetu sus poderosos bríos,
giraron, i en un vórtice de arenas i de espuma
hundieron improviso la choza de Maruma.
Cantaba la pareja cuando se hundió: i los sones
postreros de su canto, por entre los turbiones,
flotaron en las olas a modo de una queja
lanzada en la agonía por la gentil pareja.

.. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ..

Desde entonces las almas de los tiernos amantes,
en las ondas del Lago difundidas i errantes,
van cantando los sueños de su eterna ventura:
es su voz la que suena cuando el Lago murmura;
i el rumor que la brisa de las ondas levanta,
es su ritmo que vuela, es su verso que canta.

Tal, en voz que el susurro de las auras remeda,
con su música extraña cautivando al de Ojeda,
entonaron las indias en unísono coro
la Leyenda del Lago cristalino i sonoro.
* * *

¿Quién duda que en el Lago parece que palpita
un corazón, que un alma poética se agita?
El céfiro i la onda, el pájaro i la rama,
pregonan el prestigio de esa virtud.

I es fama
que le basta, ya encinta, a la madre futura
somorgujar sus formas en la corriente pura,
para que luzca el hijo sobre su sien de esteta
la aureola que anuncia la gloria del poeta.

1908