JOSÉ RAMÓN YEPES
(1822 – 1881)
Poeta, novelista, crítico y marino, nacido en Maracaibo el 9 de diciembre y murió ahogado en el Lago de Maracaibo el 22 de agosto, a quien se le llamó El Cisne del Lago y usó el seudónimo de Guairaratín. Tuvo una sólida formación ciudadana y una cimentada cultura literaria, a la vez que empezó a conocer algunos de los héroes de la Independencia. Sus últimos años transcurrieron en Maracaibo, donde su muerte fue rodeada de una hermosa leyenda, que ha difundido que trabajando en una poesía conmemorativa del Centenario de Bello, llegó hasta el borde del muelle y quizás absorto con la noche en el Lago, cayó a sus aguas y se golpeó con el borde del muelle, ahogándose en las tersas aguas del mismo. Representante destacado del romanticismo poético, al lado de J. A. Pérez Bonalde, creador de las “nieblas”, e iniciador de la novela indianista en Venezuela. Redactor de El Rayo Azul (1864). Publicó Poesías (1882).
El lago en La media noche a la claridad de la Luna expone misterios que solo el corazón de un romántico empedernido puede elaborar, así mismo como descifrar esos misterios que llenan la atmósfera lacustre. El tiempo está detenido y la melancolía es el signo que marca el destino. Este poema simboliza el asombro más interiorizado que creador nuestro haya logrado poetizar en su aspecto místico y subjetivo.
LA MEDIA NOCHE A LA CLARIDAD DE LA LUNA
En ninguna parte la naturaleza nos penetra más del sentimiento de su grandeza: en ninguna parte ella nos habla más y más fuertemente, que bajo el cielo de la América.
Opacos horizontes
y rumor de airecillos y cantares,
y sombras en los montes,
y soledad dulcísima
en la tierra infeliz de los palmares;
y allá lejos la luna que se encumbra
y un cielo azul de porcelana alumbra.
Y en el lago sin brumas
la onda medio caliente entumecida,
coronada de espumas,
soñando melancólica:
y como tregua o sueño de la vida
en el hogar del hombre, y como inerte
la creación, y el sueño como muerte.
La gran naturaleza
o vacila o se asombra, y muda y grave,
pálida de tristeza,
ve sus astros inmóviles…
suspensión de la vida, que no sabe,
maravillada el alma, si le asusta,
o le place por quieta o por augusta.
Tal es, sobre su coche,
que silencioso por el orbe rueda,
la extraña media noche
de las regiones indicas,
así, al tañer de las campanas queda,
su voz oyendo por el aire vago,
la ciudad de las palmas en el lago.
Aquí empieza el imperio
de esas visiones sin color ni nombre
que en inmortal misterio
guardan las noches tórridas;
aquí no alcanza a comprender el hombre
la cifra o la razón de cuanto mira,
o si despierto está, sueña o delira.
Tanta trémula estrella
que de rubíes el espacio alfombra,
tanta roja centella
que con la luna pálida
penetra y brilla en la nocturna sombra,
causa son de terror, causa de duelo
si ya la medianoche sube al cielo.
¿Quién sabe por qué crece
entonces el penacho de esa palma,
y el viento le remece
y la despierta súbito,
y a su voz el concierto y dulce calma,
de la noche se rompe, cual si fuera
hablando una palmera a otra palmera?
¿Quién sabe por qué luego
se vuelven las conchuelas con la luna
margaritas de fuego
y cuando boga rápido,
sonriendo de su espléndida fortuna,
nauta feliz que ansía por cogerlas,
ni conchas halla ni radiantes perlas?
¿Quién sabe, quién alcanza
por qué se cierne la nocturna nube
con monstruosa semblanza,
y envuelta en sombra tétrica
desciende al llano, a la colina sube
para mostrar después como un tesoro,
el plateado cendal con fimbria de oro?
¡Mentira!, bajo el peso
de tanta maravilla, grita el mundo.
acaso será eso…
pueda que los fantásticos
prestigios de la luz, tras el profundo
rumor que alzan los vientos que campean,
finjan visiones y mentiras sean;
pero algo está escondido
que bulle y vive y lúgubre se extiende
al solemne tañido
de ese cristiano símbolo.
Algún prodigio el hombre no comprende
en esas altas horas: algo existe
de indefinible, pavoroso y triste.
No es que la noche ayude
los genios a salir de sus recintos;
no la mar se sacude,
ni murmuran los céfiros,
ni del santuario los dorados plintos
caen sonando, ni la sombra pasa,
ni el trueno zumba, ni la luz abrasa.
Mas, con todo, a tal hora
brota, se desvanece, canta, gime,
brilla, se descolora,
azota el aire trémulo,
empaña el éter, la materia oprime,
una sombra, una luz, un ser, ¡quién sabe!,
que baña el orbe y que en la chispa cabe.
Entre el hombre que piensa
y los astros que alumbran se descorre
como una cosa inmensa,
impalpable, magnífica,
y cuando la parduzca y vieja torre
su postrimera campanada vibra,
de eso como infinito ¿quién se libra?
Salve augusto misterio
que encierras tan hondísimos arcanos;
en tu silente imperio
de sonido insólito,
y de pálidas luces, y de vanos,
pavorosos fantasmas, todo es triste
y se transforma todo cuanto existe.
Más la razón del hombre,
al impulso inmortal del sentimiento
instintivo y sin nombre,
penetrará recóndito,
o explicarse querrá con noble aliento,
ese mundo invisible que reposa
oculto entre la noche silenciosa.
Soledad de desierto
y rumor de airecillo en los fragantes
limonares del huerto;
y en azul vivísimo
rubias estrellas, fuego vacilante,
y claridad de luna que se encumbra
y hasta el sombrío limonar alumbra.
Tal es, sobre su coche
que silencioso sobre el orbe rueda,
la extraña media noche
de las regiones indicas;
así, al tañer de las campanas queda,
su voz oyendo por el are vago,
la ciudad de las palmas en el lago.
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