Sultana del Lago Editores

Editorial Independiente de Venezuela

Primer capítulo de «Corrector de Estilo» de Milton Quero Arévalo (@miltonquero)

Se burla el sol de todos nosotros, atraviesa con indolencia las cortinas y persianas con las que solemos aislarnos de la furia del gran carro, mientras permanecemos hundidos en una incógnita que la ciudad nos ofrece y que apenas se diluye muy entrada la tarde, cuando salimos como hormigas de la cueva a ver los restos de ciudad que nos dejó su incendiado talante. Todos salimos a observar el triste espectáculo que ofrecen los bancos inútiles de las plazas; nadie se sienta en ellos, nadie osa ponerles la mano encima, ya que sus morrillos de cemento conservan el calor irritante del día, donde se fijan los ojos tristes de todos.
Nectario Medrano Rodríguez observaba indolente desde su cuarto tipo estudio, la fingida felicidad de sus vecinos, quienes como era habitual, rehuían comentar críticamente el sopor inaguantable que significaba salir a las cinco de la tarde, para pasear por los alrededores de la plaza de la República. Ellos veían belleza donde él sólo observaba dolor, por eso solía decir con cierto sarcasmo que los verbales untuosos
—así llamaba a los maracuchos— eran sin duda unos alquimistas, ya que trasmutaban constantemente las cosas más desagradables en ventajas provechosas: así el calor insoportable, era la calidez del marabino, las aceras rotas y los edificios abandonados, eran color local para el ojo del turista, la exageración en los gestos y las palabras soeces, eran la riqueza lingüística de la ciudad puerto.
En fin, se fueron construyendo en base a las fallas estructurales de la ciudad, a sus carencias e inconclusiones, marcadores semánticos del gentilicio.
Le molestaba la ferocidad del clima y la cabronería de todos, así como también el conformismo de sus amigos del Círculo de la Testosterona Literaria, conformismo éste, que los había llevado —incluyéndolo a él— a esa especie de burladero agónico en que se les había convertido la vida. Poco a poco sin quererlo comenzó a distanciarse de ellos. Comenzó a comprender que no habían hecho nada útil, salvo el criticarse unos a otros y soportarse mutuamente. Ellos notaban el cambio, por eso el comentario era unánime. ¡Cómo ha cambiado Nectario! Pero su cambio obedecía a otras causas, causas que él se reservaba, pero que sus amigos con picardía iban intuyendo poco a poco ¿Te das cuenta como Nectario se toma la cerveza ahora? Era evidente el cambio, ya no dejaba entrever la lengua apelmazada a pico e’ botella, ahora un vaso disimulaba el gesto.
—Ahora se quita su pelo’e guama y lo coloca sobre la mesa. —comentaba el Rafa de la Girondina.
—Ya casi ni grita —decía el Barón de la Enjuta Figura.
Nicasio Abreviatura subía las cejas y bebía un largo sorbo de cerveza, al punto que aflautaba la boca sin pronunciar palabra y salía un “Umjú” apretado y viscoso, que era en resumidas cuentas una reconvención a sus cambios y también la expresión más exacta de su manera de hablar. Nicasio todo lo abreviaba y lo decía en siglas, la costumbre le quedó de un libro pavosísimo llamado Siglas, que él se empeñaba en defender, pero que en realidad era la cosa más inútil que se había publicado en años. ¿A quién podría importarle que CAPROLUZ, fuera en realidad la Caja de Ahorros del Profesor Universitario? Pero él insistía en lo útil que resultaba para el periodista, el investigador o el estudiante. El libro de marras consistía en 410 nombres de instituciones gubernamentales y privadas debidamente abreviadas.
Nectario se había reunido con sus amigos de la calle Carabobo, como siempre solía hacerlo todos los viernes por las tardes. Estos se encontraban discutiendo sobre el último libro de poesía del Barón de la Enjuta Figura. Apenas franqueaba la puerta de Palmarejo. ¡Salud, poeta!, ¡Quiubo, hermano!, ¡Sitaun plis! Y comenzaba la fiscalización de sus hechos, pero Nectario se mostraba distante, como reteniendo un secreto, secreto éste que todos comenzaban a advertir en sus inusitados cambios. Los cambios tenían nombre y vida propia, se llamaba Misleidy Graterol de Urdaneta. Su trato con ella era absolutamente profesional, ella lo había contratado para que fuera el corrector de estilo, de una especie de semblanza familiar donde ella daba cuenta de sus antepasados y que en una actitud parnasiana había bautizado con el rimbombante nombre de Al Final del Camino.
—¿Qué cuenta MC? —inquiría Nicasio el Abreviado.
—¿Se puede saber qué coño significa MC? —recusó Nectario, un tanto molesto.
— Míster Corrector.
Nicasio, que conocía el trabajo que estaba haciendo, al igual que todos los otros miembros del Círculo, buscando una amplitud en su respuesta lo provocaba.
—¡Qué vaina con estas amas de casa, que después de viejas quieren coquetear con la literatura!
— No te creas, a veces se consiguen unas sorpresas.
— ¡No me digas!
Nectario eleva los ojos y los deja en blanco, mueve la cabeza de arriba abajo y hace silencio, afirmando lo antes dicho, con una sutil fruición de su boca, la retrae como un culito de gallina, mientras los otros miembros sorprendidos se ríen. Él no se ríe, todo lo contrario, se sorprende. Al principio se burlaba de la candidez y de los innumerables lugares comunes que arrojaban las pruebas que debía corregir, pero a medida que adelantaba en su trabajo de estilo, avanzaba lentamente Misleidy en lo más recóndito de sí mismo, era un viaje no previsto. Viajaba Nectario a sus edades, a la genealogía familiar, al dolor de sus partos, a sus triunfos académicos, pero al mismo tiempo viajaba Misleidy hacia ese lugar finito y mesurado, sin tiempo y sin edades; el preciso hoy de Nectario y que estaba ubicado en su corazón. Sin darse cuenta comenzó a vivir a través de las historias que Misleidy le hacía llegar. Con el tiempo no sólo le corrigió el estilo, sino también la vida, se metía en los meandros de su vida y se permitía opinar sobre ella y algunas veces hasta la aconsejaba, sólo que era tarde, ya que lo vivido era memoria y los acontecimientos andados no se podían desandar, sin embargo, ella agradecía el gesto.
—Ese poemario tiene un solo problema Barón —dijo el Rafa de la Girondina— Tiene demasiadas putas. ¡Es una oda a la putería!
—No son putas Rafa… son santas. —se defendió el Barón.
—Al Barón no se le puede hacer una crítica constructiva… Siempre defiende a sus putas con metáforas. ¿Quién puede con semejante metáfora? ¡Las putas son santas! —dijo Rafa.
—No, no, no es una metáfora. Es literal… las putas son unas santas.
—Peor todavía.
Nectario distraído y absorto no participaba de la discusión, recordaba la corrección de las pruebas del bautizo de Echeto Junior, el primer hijo de Misleidy. Rememoraba la pila bautismal y lo terrible que le resultó saber que, gracias a ese desliz, Misleidy se vio forzada a casarse con Echeto Jefferson Urdaneta, pero más frustrante aún, era saber que ella había sido muy feliz en ese matrimonio. Nectario evaluaba la fortuna de Echeto, sus haciendas, su agropecuaria, sus bienes y raíces y se dijo: ¡Verga, ¿quién puede con eso?! Sin embargo, dejaba abierta una posibilidad distante y remota en la cual Misleidy pudiera mirarlo con otro interés y no como el simple corrector de estilo en el que se había convertido. Era una pelea desigual: los viajes a Miami, las estancias en Aruba, los regalos y la casa de campo en las afueras de la ciudad, eran hechos demoledores que podían hacer desistir al más osado de los galanes. Sin embargo, Nectario, se arropaba en la ficción e iba tejiendo un “posible”, una cartografía de hechos que pensaba podía expresar una realidad o tal vez cambiar una “realidad”, la realidad de poder conquistarla. Comenzó a habitar la vida misma de Misleidy, las correcciones comenzaban a arrojar un nuevo personaje que no formaba parte de los escritos que ésta le entregaba, es decir, no formaba parte de la vida de Misleidy, pero en la historia iba tomando cuerpo. Nectario comenzó a escribir como nunca, fue comprendiendo el misterio último de toda anécdota, comenzó a esbozar cierta teoría literaria, que consistía en traspasar la anécdota. “Toda gran obra es aquella que contiene no sólo un tema, sino muchos”.
Oía las voces de sus amigos que amasaban la flatulenta tarde, sin embargo, eran voces distantes. Él estaba con el párroco Juan de Dios, sosteniendo al carricito, mientras éste vertía el agua bendita, al punto que el muchachito comenzó a llorar, entonces la bestia del marido se reía de puro orgullo al tiempo que decía: No llore carajo, los hombres no lloran. ¡Bestia, bestia y más que bestia¡, se repetía mentalmente Nectario. Entonces, la madrina y hermana de Echeto le colocaba una medalla de oro en el pecho.
—¡Plata! ¡Plata, mano! Todo es cuestión de plata. —gritó Nectario.
Todos voltearon a verlo, incluso el portu Goncalves. Sus amigos del Círculo no sabían que pensar, no entendían muy bien a qué se debía este inusitado arranque, que recordaba al antiguo Nectario, pero que nada tenía que ver con el Nectario de ahora, éste que se estaba dibujando poco a poco de sonrisa sibilina y talante apolíneo.
—¿Qué fue, hermano? —le dijo el Rafa de la Girondina.
Pero antes de que pudiera decir nada, el Barón de la Enjuta Figura, sonriéndose levantó su cerveza y dijo.
—Se dan cuenta, hermanos, que Míster Corrector sí entendió el problema humano y social que yo trato en Santas Meretrices y no como ustedes que lo único que pudieron decir de mi trabajo fue, “Muchas putas”, Pero claro, hermano, es lógico ¿no? Si escribo un poemario, pongamos por caso, sobre una fábrica, lo que va a haber que jode son obreros, ¿o no? ¡Dígalo ahí, Míster Corrector!
Todos callaron, nadie dijo nada, una sola expresión se dibujaba en los rostros de todos, era la impaciencia agolpada, la necesidad de oír a Nectario. Éste miraba a cada uno y sonreía sin soltar prenda. Nectario entendía con cierta amargura, que a Echeto Jefferson se le aguantaba todo por plata, que la ordinariez manifiesta, que el mondadientes en la boca después de comer, lo trocaba Misleidy por un viaje a Aruba, que la última llegada a las 3 de la madrugada, Misleidy era capaz de perdonarla por una cartera Gucci de 3500 dólares. Fue entonces cuando entró la zanquera Nereida Barboza, toda llena del sudor callejero, dispuesta a beberse en una sentada el tigre que había matado en los alrededores del Colegio de Ingenieros. Se sabroseó a Nectario pasándole la mano por encima y diciéndole ¡papi! Nectario agradeció el gesto y, con el fin de no polemizar, les dijo a todos que en efecto las putas podían ser ciertamente santas, pero que lo que más podían ser, era sin duda putas. Y esto debido a la ¡plata! Fue entonces, que remató diciendo: ¡que quede claro! Y se marchó nuevamente, esta vez al preciso instante cuando salían de la iglesia con Echeto Junior cristianizado.
Recordaba ahora el momento cuando se fueron al Club del Comercio a celebrar el acontecimiento —entonces, corrigió unos verbos en gerundio y también ciertos conectores inapropiados— A Nectario le resultaba sumamente cursi la decoración de las mesas. Éstas estaban dispuestas alrededor de la piscina y en el centro de las mismas un niño recibía el agua bendita, vertida desde el pico de una paloma blanca. El niñito era nórdico con los cachetes rosados, estaba sentado en un prado sembrado de cipreses, con un pantaloncito corto tirolés. Esta alegoría europea gustó mucho a todos los invitados y la estuvieron comentando por años. Lo que más gustó fue el ingenio del realizador al lograr que el agua saliera constantemente por el pico de la paloma; tan solo uno de los artilugios no vertía agua, el que le tocó en suerte a la familia Andrade. Echeto les dijo que no se preocuparan, que él mismo les traería uno desde Europa, en donde los había comprado.
—¡Coño! ¿Y por qué no cujíes en vez de cipreses? —gritó otra vez Nectario.
Todos volvieron a mirarse unos a otros. ¿Qué tienen que ver las putas con los cujíes? A qué vienen los cujíes ahora, se preguntaban. Miraban a Nectario y éste comprendió que esperaban una explicación, no se le ocurrió nada, tan solo dijo.
—Digo… ¿Por qué no poner una puta a comer cujíes en vez de comer fresas? No sé; ¿No está acaso la fresa muy trillada? Además, el cují es lo que somos… ¿No les parece?
Hubo un silencio de acontecimiento patrio, de confesión extramarital, sólo interrumpido por la escandalosa risa de Nereida, una risa envolvente y contagiosa, que podía hacer reír al más apocado. Precisamente por esta risa, es que el Barón de la Enjuta Figura —al cual había que hacerle caso, ya que era una autoridad en el tema— aseguraba que Nereida había sido puta antes que zanquera.
—Sólo las putas se ríen de esa manera —solía decir. —Una mujer decorosa nunca abre las piernas cuando se ríe.
—Mis putas tiran, Nectario, no comen —se defendió el Barón.
—Bueno sí, está bien, pero el cují es una planta tan noble, ¿no?
Nadie entendió muy bien el asunto de los cujíes, así que zanjaron la discusión con un brindis y augurándole mucho éxito a Magio Fernández —alias el Barón de la Enjuta Figura— lo de Barón le quedó por su abuelo paterno que había comprado un título nobiliario —aún se conserva en la avenida Bella Vista destellos de aquel esplendor nobiliario— y lo de enjuto por lo pequeño. En Valle Frío le decían Puchito. Se despidieron y prometieron verse la semana entrante.