A Leatherface
De niño tuve miedo de la oscuridad hasta que fui consciente de que la oscuridad es la constante de la vida misma. Si vivir no fuera un andar entre sombras no habría teiboleras y poetas iluminando el camino. Hoy, mi mayor temor se llama ignorancia. Lo demás es una película de terror.
Día a día, en la palabra del conocido, en la queja del comerciante, en las ventanillas de los bancos y en las colas de los supermercados, la gente quiere venganza, sangre. A veces pareciera que los hilos que mantienen suspendida nuestra cordura son delgados y frágiles, y que cualquier hecho sería suficiente para sumirnos en la más profunda e irremediable de las locuras. ¿Quién no ha soñado con blandir una sierra como arma homicida? ¿Quién no ha deseado matar a los vecinos que arman una ruidosa fiesta por la noche, cuando al día siguiente hay que volver a madrugar para encarar un trabajo mal pagado, monótono y aburrido? ¿Quién no ha estado al borde de un ataque de nervios, que puede traducirse en sed asesina, a causa de su familia, de su pareja, de sus compañeros de trabajo, de clase o de cuartel? Sí, eso te puede ocurrir a ti. No sólo ser asesinado. Asesinar, también. O violar. Nunca se sabe. ¿Cuántas veces no se te ha pasado la mano con la desnudez ajena cuando estás sexualmente excitad@? ¿Utilizas el alcohol o el cigarrillo para aplacar al pequeño Jason Voorhees que llevas dentro? ¿Estás segur@ de que nunca has proyectado tus deseos sanguinarios en una película de terror? Oh, claro, ése es el viejo dilema de las zoociedades tradicionalistas y conservadoras, el dilema de los victorianos frente a Jack El destripador: admitir que en nuestra casa también hay sótanos en los que habita un diablo, como en la casa de los vecinos de enfrente. Ese diablo, que puede hacer que uno lo olvide todo, es expuesto con singular fortuna por Falling Down (Un día de furia, Joel Schumacher, 1993), donde Michael Douglas encarna con humor y amargura a un oficinista al que la cotidianidad de un día laboral paso a paso le convierte en un peligroso sicótico. Sin duda, las leyes existen para amortiguar la inextinguible sed de matar. Porque si se dejara la Justicia en nuestras manos, la horca ganaría a la cárcel por cien a uno. Juntos, como zoociedad, podemos aspirar a actuar como Jesucristo o Gandhi. Solos, la mayoría de nosotros actuaría como Terminator.
E.M. Cioran escribió: «Cualquiera que sea la gran ciudad donde el azar me lleve, me admira que no se desencadenen cada día revueltas y masacres, una innombrable carnicería, un desorden de fin de mundo. ¿Cómo en un espacio tan reducido, tantos hombres pueden coexistir sin destruirse, sin odiarse unos a otros? La verdad es que ellos se odian, sin estar a la altura de su odio. Esta mediocridad, esta impotencia es lo que salva a la zoociedad, asegurándole su duración y estabilidad. Pero me admira más aún que, siendo la zoociedad tal cual es, algunos se hayan empeñado en concebir otra diferente. ¿De dónde podrá surgir tanta inocencia o tanta locura?». Para Cioran, pues, son nuestra mediocridad individual, nuestra insuperable impotencia, las que nos impiden (a excepción de unos cuantos valientes) descargar un revólver al azar sobre una multitud (no el acto máximo surrealista, como sugirió André Breton, sino el de mayor valor y coherencia: un acto de realismo sin más). Son nuestra mediocridad y nuestra impotencia las que mantienen a la zoociedad tal cual es y que, a un tiempo, alimentan el inexplicable empeño de concebirla de otro modo (el mecanismo de la utopía) e impiden y niegan el paso más allá, a eso otro que sólo puede ser pensado como terrorífico (la disolución del orden establecido para permitir el surgimiento de otro).
Las películas de terror producen en nuestro interior una catarsis, purificación o purga anímica que es, al mismo tiempo, la orientación que se le da al oscuro pasajero, al asesino demente, que todos llevamos dentro.
¿Cómo puede un sentimiento doloroso como el miedo trocarse en un sentimiento placentero? Al ocupar la butaca de una sala cinematográfica, ese placer se produce en razón de saber que no es a uno a quien le persigue un loco enmascarado con un machete; pero también en poder vivir, por unas horas, una vida distinta. El espectador se distancia de su experiencia cotidiana, con sus problemas obvios, identificándose al principio del largometraje con el héroe (o el supuesto héroe) y con una serie de acciones benévolas que se hallan por encima de su media vital. Pero deja que sea un personaje prescindible a quien le alcance el machete del loco enmascarado, volviendo él a ese mundo del cual quiso evadirse por unos minutos, en el que, si bien no hay grandeza, hay al menos relativa seguridad. La muerte de varios personajes prescindibles provoca en nuestro cerebro una paulatina vuelta de turca, en la cual se termina percibiendo al loco enmascarado como el héroe verdadero y único de la película, por el que se pagó el boleto de la función; y quien al realizar lo que nosotros hemos fantaseado, nos hace dibujar una furtiva sonrisa de placer, dado que patentiza en la pantalla los espejismos oscuros de nuestro inconsciente. Los monstruos del cine de terror, en cierto modo, se hallan en la misma línea de los antiguos seres mitológicos y de los modernos asesinos en serie reales que cometen las fantasías deseadas y que el hombre «normal» debe reprimir para vivir en zoociedad.
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