Este ensayo, valioso y peculiar, habla del socialismo como esperanza y como frustración. Una y otra sensaciones, pueden vivenciarse, primero, en el esplendor fundacional del socialismo del siglo XXI, que tomó cuerpo en Venezuela y en varios gobiernos de América Latina y luego, en el final de menguas que ahora parecen escenificar.
Rodrigo Cabezas, con ojos muy abiertos para ver lo esencial, disecciona con precisión la órbita de ese proceso. La suya es una explicación comprometida, por ser sujeto activo del proyecto y por ser portador de una visión/revisión sobre la experiencia de gobierno puesta a prueba en su país. Acompañó a Hugo Chávez como militante, como diputado y como ministro de Finanzas. Ahora, su mirar crítico, no espera a que la historia dicte su juicio sobre la izquierda, sino que, al advertir que la revolución pierde camino, llama a pensar en las causas del extravío y en cómo retomar el rumbo.
Su mirada analítica, con la rigurosidad del investigador social, denuncia como la burocratización, el clientelismo o la corrupción resultan fuertemente tóxicos para una gestión de gobierno, cuyas constantes pueden calzar en otras experiencias de América Latina. En su telón devela la aparición de una crisis compartida continentalmente y la urgencia de responder, en la misma escala, la pregunta acuciante: ¿Qué es ser de izquierda hoy?
El gran intento de transformación de Venezuela, el llamado socialismo del siglo XXI, naufraga. Hechos y cifras muestran resultados desastrosos para el país y contrarios al empeño de transformar efectivamente estructuras sociales, políticas y económicas injustas. Esta contradicción en la revolución bolivariana se nos despliega en un texto intelectualmente exigente en el análisis de la realidad e inevitablemente afectivo por lo que significa el compromiso humano y militante del autor.
El alerta, que desde el interior del proceso lanza Rodrigo Cabezas, invierte la famosa tesis XI de Marx sobre Feurbach: la izquierda de América Latina ha intentado transformar el mundo, ahora se trata de comprenderlo. Las notables transformaciones planetarias ocurridas en las últimas tres décadas, desaconsejan que se pueda intervenir la realidad con el mismo lente explicativo con el que se leyó la vida de las fábricas inglesas del siglo XIX. En varios sentidos, las revoluciones contemporáneas no pueden ser marxistas.
El por qué clava inmediatamente sus colmillos sobre dos circunstancias. Una, sobre el drama de procesos originalmente revolucionarios que empiezan a degradarse y van perdiendo potencia transformadora. Y la otra, por qué ante un gobierno de izquierda, explota una crisis de hegemonía que voltea un colosal apoyo de masas en abierto rechazo.
La proeza de Hugo Chávez es inédita: de la captura electoral del gobierno pasa a una colonización casi absoluta del Estado con el respaldo de una activa y constante mayoría social. Un extraordinario asalto pacífico al poder es protagonizado, fundamentalmente, por una pequeña élite de exmilitares que cooptó a civiles provenientes de sobrevivientes partidos de izquierda. El equipo triunfador no se había formado en una ideología y en vez de provenir de un partido, surgía de los cuarteles. Sin militancia ni práctica política revolucionaria, carecían de la tradición intelectual de la izquierda histórica. Y de sus mitos.
El socialismo del siglo XXI, al revés de lo que muchos sostienen, no sigue una estrategia vicaria de Fidel Castro. Al contrario, Hugo Chávez encarnó un proyecto de reemplazo del modelo cubano para la izquierda de América Latina.
Una propuesta de sustitución tal vez consentida y concertada, aunque las evidencia que puedan aducirse no tienen rango de pruebas.
Los anales de la izquierda revolucionaria latinoamericana destacarán, sin duda, las diferencias sustanciales entre la experiencia venezolana y rasgos protuberantes de la ruta cubana. Tres distinciones resaltan en la narrativa chavista: el acceso al poder estuvo precedido de cuarenta años de democracia, se llegó al gobierno democráticamente en diciembre de 1998 y se acudió frecuentemente a generar o avalar cambios apoyándose en la voluntad popular expresada en elecciones. Esa vía mantuvo su éxito hasta que incurrió en el mismo defecto cubano: justificar los recortes a la democracia realmente existente en la satisfacción de demandas sociales, que, al no poder ser sostenidas económicamente, condujeron a una realmente inexistente justicia social.
¿Es una fatalidad, que una revolución triunfe para luego derrotarse a si misma? ¿Puede una revolución sufrir una involución conservadora? ¿Es posible que después de unas décadas de gobierno y difusión de una cultura revolucionaria, resurja un masivo cuestionamiento al nuevo régimen? ¿Se trata sólo de presiones externas o son errores y fallos internos los que amellan el cambio social? ¿Por qué la vanguardia de militantes, con conciencia y valores arraigados, es vulnerable a una corrupción incontenible?
En la visión de Marx, el freno al avance social debido a una contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción solo abría una era o periodo de revolución. Esa apertura no garantizaba que la contradicción fuera resuelta en determinado tiempo. Por eso el cambio de época puede estar condenado a un interregno durante el cual, un poder progresista mantiene viejas relaciones dominantes, las cuales pueden, incluso, reproducir desigualdades y opresiones, peores a las que se propuso superar. En todo el análisis de Rodrigo Cabezas, gira la pregunta reina: ¿por qué se pierden las revoluciones?
El primer indicio de la autofagia de la izquierda aparece cuando la élite del gobierno actúa para disolver y sustituir las formas democráticas imperantes. Esa separación, calculada como un conveniente divorcio, no tarda en convertirse en infierno cotidiano para los gobernados. La pérdida de correspondencia entre cambio y democracia se arropa con la explicación de que existen otras modalidades de democracia, diferente a la liberal y se ilustra con la democracia de los concejos que surgió cuando la izquierda revolucionaria leninista, derrotó a socialdemócratas y socialistas reformadores a partir del golpe de Estado perpetrado en Rusia en octubre de 1917.
La cara revolucionaria de la izquierda, convirtió esa concepción victoriosa, en su única cara posible. Una versión de democracia que implicó en cuanto a su contenido, la preminencia de una connotación clasista y en cuanto a su forma, la sustitución de la democracia representativa por mecanismos de participación supuestamente protagónicos, que en los hechos apuntalaba al líder único, al partido único y procedimientos ajenos al voto universal, directo y secreto. Allí comenzaron las desnaturalizaciones de la democracia en las que se incubó el autoritarismo y posteriormente una compulsión hacia el totalitarismo.
Pero la democracia no es sólo un conjunto de reglas y herramientas que armonizan unas estructuras y establecen un sistema legítimo y jerárquico de mando. Ella es también y sobre todo, vivencia y relación social, productos y logros de una determinada calidad, promoción de valores como los de libertad y dignidad humana, vigencia de unos derechos del individuo y de la sociedad frente a Estado y mercado, establecimiento de un régimen político bajo control de sus miembros y en beneficio de la mayoría.
La experiencia del socialismo del siglo XXI indica que cuando la revolución bolivariana comienza a instrumentalizar la democracia, imponer el presidencialismo autocrático y a privilegiar su política como razón suprema frente a la sociedad, comienza a dejar de ser interés general. Se abre una etapa de restricción de los derechos reales y desconocimiento de los llamados elementos formales de la democracia. Pero el cierre de esa etapa no inicia una nueva época histórica, más avanzada que la anterior, sino la regresión a una situación en la que un mismo grupo pueda perpetuarse infinitamente en el poder.
Algo similar ocurre con la pluralidad, convertida en simulación de diversidad, mientras en los hechos se siembra, no un partido único, sino un pensamiento, relaciones de poder y caudillo únicos. El derecho a la diferencia y al debate desaparece ante la omnipotencia de la voluntad impuesta por aparatos ultra- centralizados en materia de control del pensamiento, información, medios de comunicación y modelación de procesos informales y formales de educación en todos los niveles.
En otros términos se comienza a producir un desencuentro en tre política y economía. Al detallar ese territorio, con la experticia de un profesional que conoce los dos monstruos por dentro, Rodrigo Cabezas observa que la imposición de un modelo improductivo obliga a que la política lo obedezca y lo refuerce mediante procedimientos autoritarios y necesariamente hegemónicos, en el sentido menos cultural del concepto. El desemboque de esta ruta es la reconversión de la revolución en un régimen para poner bajo control a la sociedad. Una catástrofe de visos totalitarios a la que, en honor a la verdad, no se ha llegado todavía en Venezuela. Pero es una amenaza creíble.
Para Rodrigo Cabezas la condición necesaria del cambio social consiste en modificar la base material alterando la concepción neoliberal predominante. Anota que la izquierda latinoamericana tiende a subestimar el papel de una economía estable y sustentable como piso para lograr estabilidad y cambio político. Esa subestimación y el escaso dominio del conocimiento económico permiten que se cuele una visión neoliberal respecto a los equilibrios macro económicos, en detrimento del impulso a un desarrollo económico que permita ir más allá de la satisfacción de las necesidades primarias de la población. Una meta tanto deseable como posible dados los recursos con los que cuentan los venezolanos, suficientes para que pueda manar a chorros la riqueza según dijera alguna vez Marx.
Pero el gobierno, inclinado al monopolio estatista y empeñado en ahogar al sector privado sin tener una estructura sustituta de producción social, incurrió en privatizaciones y el desordenado manejo de las enormes masas de dólares bombeadas por los altos precios petroleros. La mano del Estado cargó contra la economía y ésta no tardó en presentar su cobro. Apunta Cabezas que la ignorancia sobre el manejo profesional de los instrumentos de política económica y la desatención a las leyes de la economía minaron de desaciertos la gestión de gobiernos como los de Venezuela, Brasil y Argentina. Una y otra vez, los tercos hechos han exigido dejar de considerar lo económico como un mero apéndice del cambio político.
Si existe crisis, la izquierda debe ser repensada. Sus mayores cuotas de avance reclaman una innovación de las ideas que le permitan ir más allá de las marcas alcanzadas hasta ahora. El factor impulsor de una nueva práctica requiere formular nuevos pensamientos que llenen los vacíos y carencias de los que hoy adolece la izquierda en América Latina. Sin esa renovación de la teoría política los riesgos de estancamiento, desnaturalización y retroceso van a volver a producir revoluciones que no concluyen y dejan de serlo.
Rodrigo Cabeza quiere provocar, incentivar, invitar a ese debate que sopese cambios en la estrategia de cambios, que rompa mitos y desocupe trincheras que hoy son rémoras para vindicar y justificar a la izquierda ideal y socialmente. Hay que soltar las amarras que atrapan a la izquierda en sus yerros. Hay que saltar por encima de las ortodoxias, que operan como altas lápidas para el pensamiento.
Rodrigo Cabezas nos sitúa ante una reflexión con pensamiento paralelo, no ante escándalos de converso. Inquietantes interrogantes, con la linterna de la crítica en manos de un militante que busca su norte sin silenciar sus reparos al socialismo del siglo XXI ni dejar de exponer razones de lucha útiles para el presente y el porvenir de la izquierda y el progresismo.
¿Está agotado el planteamiento social de la izquierda? ¿Puede renovarse el socialismo del siglo XXI? Tras las preguntas hay dudas que legitiman el derecho a ser críticos desde la izquierda con el propósito de recuperar sus valores y logros, no para abjurar de ella. Son dudas que no toleran quienes, paradojalmente, ponen en marcha mecanismos conservadores del estatus quo progresista y sellan con una espiral de silencio el debate sobre los éxitos, limitaciones, carencias y errores de la izquierda hoy. Se sataniza el pensamiento diferente, motor de toda innovación en el saber y el quehacer humanos. Y se ignora que debatir las dudas es uno de los caminos para recomponer otra vez, certidumbres nuevamente provisionales.
Todo el ensayo de Rodrigo Cabezas nos conduce a dilucidar cuál es el futuro que puede emerger de una crisis de identidad. Avizorar valores y atributos sociales y políticos que puedan inaugurar nuevas formas de ser de izquierda en América Latina.
No somos adivinos, ni podemos profetizar si tendremos o no una larga travesía por el desierto. Pero sin duda debemos estar preparados para la mudanza y el tránsito que son formas inevitables del cambio. Un cambio que más que destruir exige poner toda la pasión en construir, reinventar e inventar.
No será fácil desechar lo inútil en el prototipo ni eludir pérdidas reputacionales por las tragedias causadas por emblemáticos gobiernos de izquierda. Pero no será la muerte de un ideal ni de una causa que seguirá existiendo mientras en el más lejano y pequeño rincón de la sociedad se asiente la raíz de la pobreza material, el ramaje de las desigualdades y la poda de la libertad.
Se requiere mucha voluntad, mucho trabajo hermanado con otros, mucha honestidad, confianza e impulso innovador para acortar los malos tiempos. Renovar es siempre desgarrador por las rupturas que supone, pero es también iluminador por los nuevos horizontes que crea.
La alianza entre la justicia y la libertad es aún sueño en el cual habrá que seguir existiendo, a condición de despertar todos los días con ojos muy abiertos y con una convicción inalterable: el futuro hay que ganarlo cada día.
Es lo que leo en este texto. No se trata de letras sin destino, ni de un testimonio infecundo. Afortunadamente.
Simón García
Coche, Agosto de 2019
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