“Un gato bajo el sol”
Primer capítulo de la novela “Las horas perdidas” de Edinson Martínez
El techo estaba tan caliente que ni siquiera la brisa de la hora moderaba su temperatura, era como una plancha ardiente sobre la que sólo era posible caminar llevando calzados para no ampollarse las plantas de los pies. Sin embargo, el gato se desplazaba con tanta calma que sus mullidas patas no parecían sentir molestia alguna. Tampoco el sol, arremetiendo inclemente, como un disco dorado sembrado en el firmamento atizando la tarde incipiente, lograba apremiar el deambular parsimonioso del animal sobre la superficie ferrosa. En mayo, la temporada de lluvias se anuncia con unos calorones que, de vez en cuando, un vientecillo viajando desde el occidente, apenas es capaz de amainarlos por algunas horas; agita las copas de los árboles, y desarregla el follaje, ventilando débilmente, aquellas plantas secas a punto de fallecer por seis meses de verano polvoriento. Cuando las nubes van recargándose con aquel ritmo lento en que aparentan detenerse, la sensación térmica sobre la ciudad se encumbra de tal modo que el gesto invisible del viento sobre todo cuanto se encuentra a su paso, pareciera el aliento irritado de una bestia imaginaria soplando con tesón. Desde anoche, después de la primera de las lluvias de la temporada, hasta los linderos de la madrugada, una llovizna entrecortándose a veces, y arreciándose en otros instantes, se mantuvo persistente aliviando durante su presencia el agobio calorífico de los días previos. Hoy, sobre el ciclo que ya ha comenzado, Mateo, en puntillas, como un bailarín estilizado, deambula imperturbable con la cola en alto. Es un gato grande, intimidante, de un negro intenso que, si alguno de los sujetos encaramados también en el techo lo viera paseándose a sus espaladas mientras ellos hacen su trabajo, saltaría sorprendido por aquella inusual presencia rondándoles sigilosa. Enseguida las creencias y supersticiones que sobre los felinos se han extendido, lo condenarían irremediablemente como indicio de mal augurio. El par de hombres que, atareados sobre la cubierta del estacionamiento del condominio, instalan unos paneles solares para generar electricidad, no se han dado cuenta del paso del micifuz en su taimado andar en dirección a uno de los extremos del área. El animal, se bajará rápidamente de la plataforma, al escuchar los juegos alborozados de varios niños que llevan ahí algunas horas de recreo entretenido, promovidos por sus padres desde los pisos donde viven para que sus diversiones no agreguen el tumulto de sus juegos, al ya pesado incordio del interior de sus hogares. Una vez que iniciara el apagón eléctrico, han ido conminándolos rutinariamente hacia la sombra del techado de los vehículos en procura de mejor clima. Hace rato que se distraen como en una vacación imprevista mientras se protegen del sol; pero, sobre todo, del calor fatigoso atrapado en las paredes del lugar donde habitan. El resto de sus familias, entre tanto, resisten, luego de cinco días continuos sin electricidad, la opresión insoportable del trascurrir caluroso de las horas que van abriéndose a la tarde.
Un hombre con el pecho descubierto, se asoma a través de una de las ventanas abiertas de uno de los apartamentos en los niveles intermedios del edificio. En la claridad vespertina, la panza le brilla abultada como la de una embarazada en los meses finales de su gestación. Desde ahí lanza al viento la bocanada final del humo del cigarrillo que ha consumido hasta los límites precisos del filtro. Se aprecia con un semblante relajado similar al disfrute que sienten las personas haciendo la extracción pausada de la viciosa inhalación, en especial, la última de las esencias del adictivo deleite. Al empinar su rostro, angosta sus labios, y de su boca sale con fuerza, la porción de aire nebuloso que viene de sus pulmones. Después, despacha desidioso la colilla al vacío, con aquel gesto frecuente de los fumadores de tomarla entre los dedos y aventarla con el índice hacia cualquier parte. Frente a él, en ángulo de unos sesenta grados, sembrado entre un cielo limpio de extravagantes nubes blancas que se encumbran impasibles, como si toda el agua que pudieran retener ya se hubiese expulsado la noche anterior, se estaciona el sol ardiente del invierno que ahora arropa la región. La humedad pegajosa que ha dejado la víspera en el ambiente, hace que le corran por su frente varias gotas de sudor que van rodándole presurosas sobre la cara, se las aparta hastiado con una de sus manos, musitando el malestar que todos llevan en medio de la incertidumbre. La mujer que se aproxima acercándose a su costado derecho, llega recogiéndose el cabello sobre sus hombros, formándose un gran moño encima de la cabeza para suspendérselo en aplacamiento del asfixiante letargo tropical. Ambos, sin mirarse, ajustan sus vistas hacia el estacionamiento en el que juegan los niños hace bastante rato, vigilando con curiosa expectativa, el ritmo apaciguado del gato que sin disimulo les esquiva sus mimos, abstraídos lo ven descendiendo del techo en dirección a la pandilla de infantes. La mascota se les ha escapado durante el lapso en que la puerta estuvo abierta ventilando el interior sofocante del inmueble donde viven. Nunca lo había intentado, aunque sus intenciones estuvieran en su ánimo silvestre, al acecho de la menor oportunidad para escabullirse. La pareja de jubilados lleva años desviviéndose en domesticar el instinto agreste de Mateo sin poder conseguirlo, como, en efecto, sí lo han logrado con Rocco, el otro de los felinos que acompaña los días aburridos del par de ancianos y, que, ahora, permanece tendido en el piso de la sala con sus patas abiertas en abúlica pose. No es de extrañar que esto ocurra, hasta en los humanos suceden casos similares, los hay a quienes su indómito carácter nada o poco los doblega, en tanto, a otros, la mansedumbre indiferente les gobierna en aplacado devenir el fin de sus días. Los jubilados escogieron su nombre por su aspecto rayado como un tigre, presumiéndole un temperamento que no tiene. Mientras que el talante enigmático y seductor, determinó el de Mateo; un gato desprendido, escasamente apegado a las comodidades que le prodigan desde una estancia placentera dos retirados sin mayores ocupaciones. No siempre todo semblante corresponde a quien lo exhibe.
El olor a combustible quemado que sale de los generadores eléctricos, se disipa lerdo con la brisa tórrida que invade a ratos desde el noroeste la intimidad trastocada de los residentes del condominio. Hace ya días que comenzaron a surgir intempestivos equipos suplidores de electricidad por toda esta parte de la ciudad. El penetrante vaho a gasoil que despiden, obliga a la joven en el comedor donde aguarda irritada, a soplarse con movimientos cortos en agitada exasperación la zona de la nariz en estéril esfuerzo por desprendérselo de la cara. No consiguiendo el modo de espantárselo, suelta resignada el cuaderno de la hija que se le ha ido deshojando cuando frenética intenta una y otra vez hacer correr el tufo. Al recomponerlo, llevando cada hoja a su lugar, examina cuidadosa las tareas de la hija; la fecha de la última de ellas, se ubica a más de una semana del día en que ahora se encuentran. Viven en uno de los pisos bajos de la edificación, sólo ella y la niña. El padre desde hace seis meses abandonó el país luego de quedar sin trabajo, emigrando inicialmente hacía Colombia, pasando luego a Ecuador y, finalmente, radicándose en Perú, en Chiclayo, donde hace oficios de todo tipo para mantenerse y enviar parte de lo que gana a su familia. La niña lleva días sin dormir, apenas se aviene al sueño después de prolongadas vigilias en las que va dando brincos, sobresaltándose por el silencio forzado de las noches, y la penumbra lúgubre que se mete por las ventanas abiertas en procura de una frescura huidiza. Abrazada a su madre, se rinde con el pensamiento puesto en el padre hasta que algún sonido fortuito, de esos que brotan en las tinieblas sin saber desde dónde se remontan, la trae de vuelta a las sombras de la habitación. Pocas cosas la animan, una de ellas: saberse en compañía de Mateo; el arisco minino al que ha intentado varias veces apurruñar infructuosamente. Sueña con encontrárselo en las inmediaciones de la planta baja, en las escaleras, o en el estacionamiento, para acurrucarse apartada con él, lejos del manoseo entrometido de los otros niños. No pasaría mucho el tiempo en que sus deseos se hicieran realidad.
Sobre la línea media del edificio, una pareja con tres hijos traviesos, dos hembras y un varón en edad escolar, se desperezan bien temprano en las mañanas para correr de la casa a las áreas comunes. Es el hábito de madrugar para ir al colegio el que los mantiene activos, incluso, ahora, mientras las clases llevan suspendidas varios días. Ocupan el apartamento del nivel inmediatamente inferior al que habita el viudo vendedor de seguros, de donde se les escucha la agitación que hacen una vez que se levantan y corren escaleras abajo hacia el lugar de juegos que han escogido. En su descenso precipitado, en medio de risas y parloteos revestidos de la solemnidad infantil, llaman a la puerta de su vecina para integrarla al jolgorio improvisado que se prolonga desde la mañana hasta en la tarde; lapso apenas interrumpido por las intervenciones repentinas de algunos de los padres, y el horario habitual del almuerzo que los recoge en grupo hasta sus hogares.
Apoyado sobre la ventana, respirando un poco del airecillo que sopla, el jubilado se ha detenido por unos instantes a ver el jugueteo del tropel de niños bajo el cobertizo. Los ve brincar, correr, y gritarse, reclamándose por alguna falta cometida en el ajetreo que, desde donde se halla, no puede determinar con exactitud. Sonríe mientras señala a su mujer el sitio donde se encuentran los chicos, apuntando su dedo índice en dirección a ellos, moviéndolo en discretos círculos como intentando describir lo que va explicando a su pareja. Cuando ella agacha su rostro, sacándolo ligeramente de los linderos del marco para enfocar sus ojos azules, achinándolos con el hábito de quienes se ven exigidos para procurarse mejor visión, se lleva la mano a la boca, sorprendiéndose enseguida por lo que observa, y una sonrisa de asombro comienza a explayársele franca, trastornando en deslumbrante armonía, el cumulo de pequeñas arrugas que le circundan el par de luceros que embelesaron cincuenta años atrás a Evaristo.
–¡Evaristo! –exclama perpleja.
Uno de los niños que ha llegado a último momento, viene corriendo desde la entrada principal de la torre, es el compañero de juegos del hermano de las dos chicas que hace rato le esperan. Retrasado en la cita, quién sabe por cuál imprevisto, acude precipitándose por las escaleras para integrarse a ellos. Es el único hijo de una pareja que vive en los niveles de la mitad superior de las residencias, justo encima del jovial solterón que se ufana del average que lleva de conquistas femeninas. Se mudaron ahí en el octavo mes de embarazo de su madre. Es el mismo que cuando bebé, lloraba incesantemente durante aquella tarde en que llegaban al departamento de Marila, la vecina que aún reside en la planta inferior, precisamente frente a Matilde y su madre, los dos hombres que buscaban afanosamente al publicista desaparecido desde entonces. Marila y Leandro no alcanzaron a tener hijos. Desde mucho antes del apagón eléctrico, después de esperar por años el anhelante retorno de su marido, ya se había mudado parcialmente a casa de una hermana. No habiendo logrado soportar la atenazante incertidumbre que la consumía, se rindió, no sin antes destejer en soledad, si en algún modo podría compararse su labor, el tiempo que fue transcurriendo, como una Penélope moderna que iba contando y descontando con ansiedad los días que, primero se hicieron meses, y, por último, años sin que nada cambiara. Al principio, animada por una fe ciega, presagiaba con cada paso que se oía detrás de las puertas, el arribo sorpresivo de Leandro. Al final, terminó resignándose ante la espera inútil. A veces, muy esporádicamente, aparece como un fantasma por las residencias, rondando apresurada su propiedad, abriendo las ventanas y aireando su interior para que el desgano no siga llenando los rincones de aquel hogar de tantos recuerdos y al que todavía se resiste a dejar para siempre. Durante estos días no ha regresado.
Viniendo desde una parte más elevada, la charla pausada de un par de vecinos, un hombre y una mujer, ambos jóvenes, de acuerdo con el tono de sus voces, se percibe como un rumor distante y apagado, interferido, cuando el viento deja de soplar, por el ruido sordo de las plantas eléctricas apostadas en esta zona de la ciudad, probablemente sean los inquilinos que se han mudado finalizando el año pasado, y que apenas se las ha visto entrando y saliendo constantemente atareados en sus asuntos. Llevan unos ocho meses viviendo allí. Callados y circunspectos, se limitan a responder el saludo al toparse inevitables de frente con algunos otros de los residentes. La chica, entonces, baja la mirada, enterrándola en el suelo del ascensor, y él gira el rostro hacia la botonera que marca los niveles donde se ha de abrir el aparato. Son unos segundos calmosos en que se ven precisados a compartir un tiempo que pareciera deslizarse en cámara lenta. No han vuelto al trabajo desde hace ya casi una semana, donde tampoco el resto de los compañeros de labores se han reintegrado. No hay electricidad, ni agua para la higiene del lugar, como ocurre ahora en casi todos los centros de trabajo. A ratos, se platican con la libertad que se niegan frente a extraños, se observan en la perplejidad de sentirse inútiles teniendo la vitalidad para bregarse mejor destino. Sentados, con la mesita que adorna el centro de la sala separándolos, el murmullo de su charla se fuga por la puerta que da acceso al pasillo central que les comunica con el resto de la construcción.
–¿Cuánto tiempo crees que podamos soportar esto? –pregunta Angélica, mientras encaja sus pupilas negras sobre la faz sudorosa del esposo. Se reclina sobre el asiento y junta sus piernas lisas y morenas, recogiéndolas en apretado gesto que une rodillas y muslos como un solo cuerpo, anulando, en arreglo inconsciente, cualquier tentativa de mirada furtiva hacia las fronteras de su intimidad. Diego, siempre la fisgonea, la escruta con la libido presta de los recién casados. Su interrogante lleva implícita la vena de un reproche, de un reclamo, de una inconformidad en crecimiento que va socavando el lazo conyugal que los une.
–No lo sé, Angélica. Nadie lo sabe… ¡Cuánto quisiera que fuera muy poco! –alega acongojado, encogiéndose de hombros, levantando sus cejas hirsutas y oscilando su cara en desgano evidente cuando responde en legitima gestualidad la incertidumbre que le aflige. Ya antes han sostenido el mismo diálogo.
Enfrente, avecindados en el mismo piso, intermediándose por la escalera del vestíbulo y el elevador, un par de adolescentes distraen el sopor vespertino jugando a las cartas, son dos hermanos que viven junto a su padre, un viudo que perdió a su esposa dos años atrás en un accidente de tránsito. Es una persona reservada, disciplinada y de edad próxima a la madurez, a esa frontera etaria a veces indefinida que se alza por encima de los cuarenta. El sujeto se gana la vida como corredor de seguros. Hace rato que escucha la conversación de los nuevos inquilinos. El susurro inconstante de ambos, ingresa sin restricciones a través de su puerta abierta que, igual a los demás, mantiene así aspirando recibir la brisa caprichosa de la tarde. No sale de casa desde el sábado, hace dos días, aguardando el retorno del fluido eléctrico para retomar su rutina de costumbre. La súbita interrupción de la corriente lo sorprendió justo antes de ingresar al ascensor. Un apagón intempestivo al momento de presionar el botón lo percata del riesgo que ha corrido, enseguida da un brinco y se retira de su interior. Eran las cuatro y quince minutos de la tarde. Ha estado tentado a intervenir en la charla que oye desde el extremo opuesto de donde vive. Pero la prudencia lo detiene bajo el impedimento del antiquísimo dicho popular que le viene de improviso a la cabeza: «en pleito de marido y mujer ninguno se ha de meter». Conoce por experiencia de estos avatares perniciosos que sufren las parejas en sus inicios, tendría autoridad para aconsejarles y talento para aquietarlos, en cierto modo, ese precisamente es su trabajo, convencer a otros de las bondades de tomar decisiones ponderando todos los aspectos que influyen en ella para que finalmente sean las adecuadas. Inducir a unos la compra de seguros para garantizar su tranquilidad, y persuadir a otros para mantener su estabilidad emocional, son dos operaciones que se unen bajo una misma mecánica: vender la ilusión de la protección, de la inmunidad ante los imprevistos.
Cuando los Martini fueron a visitarlo para obsequiarle el par de mininos recién nacidos. La idea de quedárselos, aun y con los malestares que esto significaba a sus quehaceres ordinarios, pasó por su mente fugazmente. Nunca tuvo interés en mascotas, pero en aquel momento, la ligadura afectiva con los vecinos italianos, surgida posterior a la pérdida de su mujer, sentimentalmente lo extorsionaba. Fueron ellos excepcionales amigos durante aquellos días desoladores. «¿Cómo podría, entonces, rechazar quedarse con los animales, cuando ellos se lo pedían al marcharse del país en medio de tanto pesar emocional?». Llegó a plantearse.
Los Martini estaban escogiéndolo a él como padre adoptivo de unas mascotas a las que tendrían irremediablemente que abandonar. «¿Qué mejor persona que él para cuidarlas? Después de tanto apoyo recibido, ¿cómo podría responderles con una negativa?». Se atormentaba comprometido.
Madre e hijo se acercaron aquella mañana para proponérselo en absoluta solemnidad de la ocasión. Ambos se irían pronto a Italia porque la anciana y su hijo no podían continuar sufragando la carga onerosa de medicamentos y tratamientos que, alinderándose la vida a la eternidad, se hacen colosalmente exigentes. La anciana dejaría atrás al menos sesenta y cinco años de su vida forjados con gran apego en la ciudad. Finalmente se marcharon, desde hace dos años, el apartamento que ocupaban en el piso inmediatamente arriba, encima del suyo, permanece vacío. Anna, aún vive, todavía espera regresar, convencida de poder seguir ordeñando las tetas del tiempo. Los gatos, por petición afortunada del par de jubilados, notando el embrollo que para él representaban, fueron a parar a las pocas semanas al piso que ocupan los solitarios pensionados; quehacer adicional, a tenor del mismo vicio del fumeteo, que ambos comparten a rienda suelta. El vendedor de seguros, respiró, entonces, aliviado de la carga doméstica que había asumido en contra de su fuero interior.
Tres niveles más abajo, donde los felinos son tan dispares como el aceite y el agua, un solterón en edad aspirante a segunda juventud, despacha varias de sus noches en francachelas y rumbones que se prolongan hasta la madrugada. Ante el incordio de los achacosos vecinos, el hombre no se limita en el jolgorio adonde acuden mujeres de todos los colores, tamaños y aromas, particularmente viernes y sábados de cada semana. Aunque, también, haya lunes o miércoles con sus proverbiales rutinas, infringidas inesperadamente por cualquier causa celebrativa. Es un tipo jovial, platinado en las sienes, con una sonrisa a flor de labios que no duda en mostrar cada vez que atisba una figura curvilínea de pelo largo. Le apasionan las mascotas, perros, pájaros, y gatos, en especial, sin embargo prefiere no tenerlas en espacios de tan severas restricciones como las del sitio donde vive. Es un sujeto con amores descocados, temperamental, explosivo hasta el delirio, y con arranques emocionales de desprendida fogosidad en ocasiones. De reojo, mientras el ascensor sube a su ritmo indiferente, escruta las piernas color canela de la joven vecina que enfoca su vista al piso del aparato, como, igualmente, haría si fuera otra la que con él coincidiera en dicho lugar. Enseguida, como desprevenido, al verse descubierto, sonríe obsequioso y zalamero, ladeando el bigote que exhibe impertinentes unas hebras grisáceas que un tinte renegrido pretende ocultar. Acude, seguidamente, a cualquier tema de conversación, pasajero y truculento, desembarazándose de la ocasión.
Lleva igualmente dos días encerrado en casa, caminando de un lado a otro, buscando amortiguar el paso de las horas, sin conseguir, finalmente, nada en que ocuparse que lo distraiga suficientemente de la sensación de irritación que padece. Entre la cocina, los cuartos y la sala, va dejando el rastro de un trajín que está a punto de sumar ya una semana. Al principio, el teléfono móvil, una vez que pudo restablecerle su carga de baterías, llegó a serle muy útil para hablarse con amigos y conocidos que asimismo esperaban el pronto retorno de la normalidad en el país. Siendo el único medio del que disponían para enterarse en las redes sociales del curso de los hechos, y formarse un juicio sobre lo que ocurre tan confusamente, por último, también, se ha visto afectado por el colapso. Después de varios días, las telecomunicaciones comienzan a sentir el impacto del desplome eléctrico nacional.
Sentado sobre el piso, sin camisa, en bermudas, despeinado y arrugado como pocos lo verían. Con el móvil abandonado sobre una de las mesitas de noche de su cuarto, esperando a que algún sortilegio electrónico lo reviva, Marcelo enfoca su vista en la entrada de su apartamento. El ocio lo consume, la angustia le desespera sin saberse interesado más que en el tema que les conmociona a todos por igual. Desde ahí hace señas a Rocco, lo ha observado asomándose cauteloso, oteando el paisaje allende los linderos del ingreso al aposento que tanto disfruta. Lo anima maullándole en sigilo, en reserva comedida que deja escapar de sus labios repetidamente, imitándolo gozoso en distracción sobrevenida con el miau miau que todos usan al referirse a ellos. El micho lo mira curioso, oscilando el rabo con el balanceo concentrado de su propósito. Levanta la cola al verlo, pero sobre todo al escucharlo y, raudo, posteriormente, en segundos fugaces, desinteresado de los giros verbales del desconocido, se voltea y regresa a la intimidad de su placentero rincón hogareño.
En el pasillo que comparten dos apartamentos solitarios, días atrás, el otro de los mininos hizo una pausa repentina cuando, saltándose los peldaños de la escalera que conecta a toda la torre, viene brincando apurado cada uno de ellos. Se para en seco en el medio del vestíbulo y ladea su cara como agudizando su oído, bate la cola mientras precisa sus sentidos. A su costado derecho, una puerta de rejas de hierro, de seguridad, como las que usualmente se colocan previas a la de madera, protege el acceso principal del lugar en que vivían tres personas y un perro pequeño, una mascota que insólitamente nunca se escuchaba ladrar. Una capa fina de polvo cubre la estructura metálica, y en el piso una mota gruesa de basura menuda consistente en tierra que el viento ha ido depositando junto a particulares indefinidas de desechos, se acumula indolente como si en mucho tiempo no haya ingresado ningún ser humano en aquella morada. El gato acerca la almohadilla de su hocico y los bigotes se le mueven con su gesto de pesquisa explorando el soportal del hogar abandonado. Una vez que la anciana murió, el hijo y su mujer se esfumaron sin dejar rastro. Se supo tiempo después que ya no vivía ahí nadie, porque pasando los días, jamás más se vio salir o entrar a persona alguna de allí. Es un individuo con cara de vinagre y de limitado trato con sus vecinos, sólo se le veía muy ocasionalmente en las mañanas, bastante temprano, y por las noches, bien tarde, siempre con la mujer al lado, sin saberse qué hacían durante el día. En el umbral del ingreso a la vivienda, al costado derecho del dintel, los visitantes que alguna vez llegaron a traspasarlo, se topaban sorprendidos con la enigmática inscripción que, en pulido metal de soberbio tono plateado, rezaba: «Pedid, y se os dará, buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Mateo 7:7»
El gato, indiferente a la azarosa casualidad, volteó su cara con la calma deliberada de los felinos, y retomó el camino que comenzaba a descubrir. Nada hay que explique por qué se ha detenido a husmear el otro de los sitios cubiertos de olvido, sobre todo cuando ya era evidente que se marcharía, y entonces, al quedarse de frente a él, se agacha desde sus patas delanteras, fija sus pupilas dilatadas y por un instante se planta paralizado, congelado como una fotografía ante la puerta de éste otro lugar. Así, permanece por algunos segundos, mirando fijamente a la fachada, hasta que termina reaccionado con un encogimiento repentino del cuerpo. Sus pelos oscuros se le erizan y, la cola, abriéndose en un mismo acople de asombro, se le yergue como una lanza. De inmediato, se retrae temeroso, girando súbitamente a su derecha para regresar en veloz carrera al tramo de escalinatas que todavía le faltaban para alcanzar la salida del condominio rumbo a la calle; la senda a la libertad perseguida, el destino anhelado desde su montaraz perspectiva. Ha sido el despiste decrépito de uno de sus amos quien ha dejado expedita la ocasión para ir tras aquel mundo ausente de mullidas frazadas, pero pleno de aventuras, de traviesos andares que la protección humana no es capaz de ofrecerle.
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