Descripción
La bibliografía venezolana sobre artes plásticas ha sido muy parca a la hora de referirse a la vida de nuestros creadores plásticos, ya sea para hablar de ellos de manera biográfica o anecdótica o para entrar en el curso de sus dramas aunque sea por un momento. La historia de nuestro arte, desde la Colonia hasta nuestros días es la historia de las obras de arte, de los movimientos, etapas, períodos y corrientes que la componen, al margen de lo que sobre esas manifestaciones han pensado los artistas mismos. Son los críticos los que han tomado la palabra para decidir el puesto que ocupan las obras de los artistas en nuestro imaginario. En el caso de los marginales, naífs, o populares, el asunto reviste mayor complejidad. Ya no se trata de la ausencia de información sobre sus vidas, sino de falta de criterios para juzgar las obras de quienes han cumplido trayectorias meritorias o han sido olvidados, al cabo de una vida de trabajos y padecimientos. Salvador Valero, Bárbaro Rivas y Emerio Darío Lunar, son excepciones interpuestas a la vida cotidiana de quienes, salvo limitaciones biográficas, se ha escrito abundantemente y existe bastante información sobre ellos.
Otra excepción, afortunadamente rescatada y puesta en lugar seguro, es decir en un libro, es las Confesiones del pintor de la 524, volumen de memorias en el cual, bajo la autoría del curador Raúl Chacón Carrasco en el papel de entrevistador y relator, se arma este revelador discurso de la marginalidad escrito en forma de prontuario o expediente de anécdotas que el propio protagonista, Cheo Pérez, para nuestro disfrute, nos va narrando con un ingenio que a menudo roza lo cómico, a medida que ocurren los hechos, cronológicamente contados. Vida y arte confunden sus partes sangrientas, amables o divertidas que el pintor quisiera que viéramos en trozos de realidad parecidos a los restos de cartón que para poder pintar él recogía en las calles.
La historia contada en el libro sucede en Petare, en una de las primeras vueltas de la carretera que conduce a Santa Lucía, desde los tiempos en que el protagonista, teniendo dos años de edad, fue llevado allí por su padre a vivir con un tío y su abuela en la apacible ciudad de Petare, a la edad de dos años, en 1957.
Nacido en Caracas en 1955, Cheo (apócope de José Rafael Pérez Varela), el héroe de este relato, pertenece a esa misma generación de pintores que militó en las corrientes de vanguardia en Caracas entre las décadas del 70 y el 80 del siglo XX, y que luego de haber pasado por la nueva figuración y conocido el pop art y practicada la abstracción cinética, apostado a la transvanguardia, al conceptualismo, la instalación y los experimentalismos de última hora, esa generación que creció aislada e incapaz de hallar continuidad con el estilo de los maestros de la Escuela de Caracas que ya no enseñaban en la escuela de arte o que habían delegado su magisterio y sus marcas de agua en improvisados instructores. El sueño del joven Cheo, al ser llamado por la vocación pictórica, estaba en otra parte, y por eso, alejado del mito de las vanguardias en que creyó su generación, se trazó destino propio, con gran pobreza de medios y en la soledad más completa, teniendo como marco ese claustro de la pintura ingenua que a lo largo de todo el siglo XX fue Petare, cuna de Bárbaro Rivas y de otros grandes pintores.
De nada sirvieron los años de asistencia (idas y vueltas de la noria) a la Escuela Cristóbal Rojas, en la Avenida México, si faltaba la convicción y la metodología apropiada para lograr lo que se proponía con la observación del natural, la copia del modelo humano y la pintura a pleno aire, procedimientos en desuso, abandonados a la rutina de los copistas y de los crepúsculos. Sólo queda al joven aprendiz, vencidas sus ganas, retornar al viejo convento de la ciudad en cuyo atrio suenan viejas campanas, para convertir a Cheo, definitivamente, en el autodidacta marginal y sin aparente destino.
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