Si algo tenía consenso en las primeras aproximaciones teóricas al socialismo del siglo XXI era lo referido a colocar la democracia participativa y protagónica como negación de la democracia representativa, elitista y excluyente que defendían las fuerzas conservadoras del orden. Aquella postulaba darle poder al pueblo organizado, subordinando decisiones del Estado y sus líderes a la soberanía que residía y era ejercida por la sociedad toda. Por derivación los partidos políticos, los movimientos sociales y de los trabajadores, el Poder Judicial y el acceso a los medios de comunicación e internet se democratizarían profundamente.
De cierto, más allá de algunos postulados constitucionales o legales, muy limitado fue el avance en esta materia. La democracia siguió remitida a la participación electoral y no al empoderamiento del poder popular con transferencias verdaderas de recursos financieros y de competencias de políticas públicas. No se trataba del “asambleísmo” anárquico que postulan sectores extremistas. Se reforzaron los esquemas centralizadores y los procesos descentralizadores y de desconcentración ofrecidos quedaron en eslogan electoral. La responsabilidad que acarrea ejercer el gobierno central era en muchos casos el pretexto para justificar y obligar el extremo de decisiones asfixiantemente centralistas, ello puso en minusvalía progresivamente el movimiento sindical libre, los espacios del poder popular, los movimientos sociales y culturales. Había una orden no escrita desenvainada del viejo estalinismo: Todo bajo el control de la burocracia estatal. El legado conservador de naturaleza clientelar que buscaba “controlar” las organizaciones de masas se había mudado de bando, ahora le tocaba a la izquierda que accedía al poder.
Con escasas excepciones, como la del Frente Amplio del Uruguay, la mayoría de los partidos de izquierda en gobierno retrocedieron en su vida democrática, a tal punto que en varios países emblemáticos, las direcciones políticas colectivas de los partidos fueron sustituidas por el autoritarismo y el nepotismo de unos pocos dirigentes, limitándose, y en varios casos cercenándose, el debate y la crítica interna.
Una visión crítica de lo históricamente acontecido permite arribar a la idea no gratificante que la izquierda del siglo XXI reforzó en extremo lo que criticaba, a tal punto, de inventarse un nuevo y robustecido “presidencialismo”, justificado desde anacrónicos conceptos del socialismo autoritario y antidemocrático del siglo XX, el mal llamado socialismo “real”, tales como la necesidad de líderes “fuertes”, predestinados, imprescindibles y con una alergia a la alternancia democrática convertida en política de Estado. Llegamos a leer intelectuales indulgentes dar el argumento, a contrapelo de la experiencia democrática civilizatoria, según el cual normar para limitar las reelecciones de los funcionarios era antidemocrático por no permitir que fuera el pueblo quien decidiera.
La verdad es que se dejaban deslizar hacia un nuevo y maquillado culto a la personalidad para subordinar o supeditar el proyecto político o la idea de sociedad nueva al líder carismático, caudillo, predestinado e insustituible. Esta desviación es delicada pero su crítica no supone la negativa del autor a reconocer que en la historia de las ideas y batallas políticas se registra la presencia inevitable de un líder principal, estadista, conductor excepcional e intérprete, en su tiempo vital, de los anhelos de redención y justicia de las grandes mayorías, hecho distinto a que los procesos sociales de multitudes para cambiar el orden tengan un “jefe” único e infalible que coloca en segundo plano o hace desaparecer la dirección colectiva del proyecto político.
En consecuencia, esta desviación profundamente antidemocrática ha colocado en posición de minusvalía al sujeto político cuando se analizan las relaciones partidos políticos y gobiernos progresistas. Los partidos políticos de izquierda en América Latina literalmente no cuentan, fueron avasallados por el poder decisivo de sus líderes instalados en los palacios presidenciales. En la mayoría de los casos dejaron de ser intelectuales colectivos para convertirse en perfectas maquinarias burocráticas-electorales.
Así mismo, como agravante se ha instalado una cultura profundamente antidemocrática en la izquierda gobernante de Venezuela y Nicaragua, que inventándose haber llegado al “no retorno” reivindica como justificado todo tipo de artimaña o maniobra política, judicial y electoral para eludir la legitimidad que reside soberanamente en las mayorías populares. Gobernar sin ser mayoría en el pueblo ha derivado en posturas autocráticas que les parece obvio refugiarse en el poder de coerción de las fuerzas militares y policiales, y de allí a la violación de derechos humanos y la violencia desigual del Estado contra opositores solo hay un milímetro de distancia.
La izquierda sabe que este deterioro de su compromiso con la democracia le hace daño al interior de las fuerzas políticas y movimientos sociales progresistas, así mismo ha contribuido como causa de primer orden a la deslegitimación democrática extendida a amplios sectores de clase media, profesionales y de la juventud. Nicaragua, Ecuador, El Salvador, Brasil y Venezuela son ejemplo de esto último.
En definitiva, reivindico el carácter radicalmente democrático de nuestro proyecto de sociedad. Socialismo no es que una nueva elite privilegiada y anti ética sustituya a otra, corrupta e ineficaz, que fue desplazada del poder. Se pone en cuestión el carácter de su fuerza histórica el intentar vulnerar que socialismo y democracia son componentes de un mismo ideal. Lo otro es pretender camuflar un contrabando que niega la libertad y la tolerancia en la diversidad del pensamiento humano. Si el socialismo es más democracia, entonces la única legitimidad para gobernar los pueblos, es que estos así lo hayan decidido en procesos electorales libres, transparentes y mayoritarios. Lo contrario tiene un nombre: Fraude.
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