Porque la cosa es más sencilla de lo que parece: tú ves a la piedra y dejas el pensamiento en una maleta que se te quedó en el aeropuerto. Entonces describes lo que está alrededor, el suelo que sostiene a la piedra, el cielo que sostiene la piedra, las sombras que arropan a la piedra y sus árboles que hacen de vecinos. Al fondo ves un mar cualquiera —puede ser el rojo o el azul, el muerto o el vivo, o el coleado, si usted prefiere —que sirva de tramoya visual y sonora. Delante, arenita, quizá otras piedras de coro, gramita, lo que complete el combo que compró. Bien, ¿Listo?, ahora deshágase de lo innecesario: del coro porque los solistas son mejores, del fondo porque es musiquita odiosa de ascensor y usted no está ascendiendo —digo yo —, se deshace de los vecinos porque sólo sirven chisme cuando no hay internet, de las sombras porque ya no necesita más sombras, del cielo porque no tiene porqué sostener nada, del suelo porque —a ver, a ver, ¿cuál es el miedo? —sí, porque sí, porque ha dicho sí. Y ahora también deshágase del sí, de esto, de lo que he dicho y lo que usted ha dicho. Deshágase de lo dicho y lo entredicho. Listo. Queda la piedra, y su eco la piedra, y su eco la piedra. ¿Entendió? ¿Dio? ¿O?
—…
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