El día que Amaranta aprendió a montar bicicleta, fue el día que su vida cambió. Quizá no fue el hecho de aprender lo que representó un giro para ella, sino todos los eventos que ocurrieron previos a este. Antes del suceso, Amaranta no tenía intenciones de aprender a montar bicicleta, y tampoco se imaginaba que en el corto tiempo desde que decidió hacerlo, hasta que lo hizo, tanto en ella cambiaría. Pero, cada cosa a su tiempo.
Nuestra historia comienza con una joven mujer, que está atrapada en el limbo. Para el ojo desnudo, esto no parece ser cierto. Todo a su alrededor es normal. Sin embargo, si se presta atención, se puede observar que el tiempo en el mundo de Amaranta, se ha detenido sin aviso.
Todos los días, nuestra protagonista despierta, y durante unos minutos observa el ventilador de su techo, dando vueltas con su tic, tic, tic, tic, una y otra vez. Cuando ya ha pasado un tiempo pertinente, se levanta, va al baño, se lava los dientes y baja a desayunar. En la cocina siempre esta su abuela, lavando todo con vinagre.
—Por ahí hay una mosca boba.
Todos los días, la abuela pelea con las moscas, que ignoran por completo su existencia y se posan sobre el paño impregnado de vinagre. Amaranta agarra dos rebanadas de pan, las pone a tostar y saca de la nevera mantequilla, mermelada, jamón y queso. Mientras hace esto, escucha a su abuela arrastrando los pies, y lanzando de vez en cuando un insulto a la odiada plaga.
—Bicha, vete.
Todos los días, Mientras el pan se tuesta, Amaranta sube a su cuarto y se cambia. Se pone unos jeans y una franela gris de algodón. Ya no se maquilla. Una vez lista, vuelve a la cocina y con el pan tostado, la mermelada, la mantequilla, el queso y el jamón se prepara un sándwich. Se sirve un vaso de agua, y se sienta a comer. Mastica lentamente, saborea cada bocado, haciendo tiempo. Finalmente, el sándwich se acaba, ya no queda agua en el vaso, y la abuela vuelve a pasar el trapo con vinagre. Amaranta lava los platos, y sale a dar un paseo. Afuera, no hay nadie.
El sol le muerde los brazos y la nuca, y en poco tiempo empieza a sudar. El calor hace que se canse rápidamente, y que su respiración se agite, pero Amaranta sigue adelante. Llega al parque, y se acuesta en su lugar favorito, bajo la sombra del árbol más grande. Siente que la grama le pica la piel. Pasa un rato ensimismada, olvidándose de las moscas, de la abuela y el vinagre. Pronto pierde el control de sus pensamientos, y estos empiezan a divagar por caminos que normalmente evita. Recuerda cuando todo era diferente, cuando el viento aún agitaba las ramas de los árboles y el silencio no reinaba. Recuerda un abrazo, que la hizo sentir segura y protegida, pero que luego la soltó y al caer se quebró y otro abrazo la recogió, pero las piezas no encajaron igual, y nunca se sintió completa, y luego se paró el tiempo y no supo que hacer, así que ahora se acuesta bajo el árbol grande y deja que sus pensamientos corran detrás de una respuesta que nunca alcanzan.
Un sonido la saca de su mente. Mira a su alrededor, tratando de localizar la fuente. Es un aleteo, cercano, pero invisible. El ruido parece fuera de lugar y la pone nerviosa. Se levanta, se sacude la grama de la ropa y dirige la vista hacia la copa del árbol, tratando de buscar su origen. Todo sigue igual, las ramas están estáticas, esperando que el viento las acaricie, como hace mucho que no lo hace. Sin pensarlo mas, Amaranta emprende su camino de vuelta. Las puertas de las casas están cerradas, y sus habitantes se refugian en ellas del calor, esperando a que el tiempo vuelva. Por la esquina de su ojo, Amaranta ve algo que le llama la atención. En el jardín de una de las casas, hay una bicicleta. Está segura de no haberla visto antes, e inmediatamente se siente atraída por el brillo de su cuerpo. Se acerca, toca el manubrio y pasa la mano por la pintura rosada que la recubre.
—Te la presto si quieres.
Una niña se encuentra asomada por la ventana de la casa. Amaranta solo puede ver sus ojos, y un cabello largo y negro cayendo sobre sus hombros. Tampoco la había visto antes, y la sorprende tanto como la bicicleta.
—No se montar.
—Es fácil. Solo tienes que encontrar tu equilibrio.
Amaranta la mira y luego al vehículo. Impulsivamente, decide aceptar la oferta. Le da las gracias a la niña, y con cuidado le da la vuelta a la bicicleta. Se va con ella hasta un callejón amplio y comienza. Primero, pasa una pierna sobre el asiento, y se apoya sobre el. Le parece muy incómodo, pero piensa que se acostumbrará. Comienza por empujarse un poco con los pies, sin tocar aún los pedales, pero apenas los levanta del suelo, siente como la bicicleta se inclina hacia un lado. Luego trata impulsándose con uno solo, mientras el otro lo apoya en un pedal, tratando de mantener la bici recta. Pero sin importar sus esfuerzos, la bici siempre se va de lado y amenaza con tirarla al suelo. Amaranta repite este proceso, una y otra y otra vez, hasta que las piernas ya no la dejan. Adolorida, empapada en sudor y frustrada, regresa a su casa caminando. Cuando llega, percibe el olor de la cena.
Todos los días comen carne en salsa, con vegetales y arroz. La carne siempre está ligeramente salada. Después, recogen los platos y Amaranta los lava. A veces le da la impresión que pasa la mayor parte del tiempo haciendo esto. Al terminar, le da las buenas noches a su abuela, se baña y va a su cuarto, a esperar que llegue el sueño y la lleve hasta el día siguiente. Pero hoy su abuela interrumpe este proceso. Cuando Amaranta sale del baño, escucha que la llama. Extrañada, la joven va, y encuentra a la anciana parada, mirando algo en el piso.
—¿Eso es lo que pienso que es?
Se acerca y ve lo que mira su abuela. En el suelo, en una esquina, hay un pequeño cuerpo que resalta sobre la losa color crema. Es un pajarito, un colibrí que yace inmóvil, sin vida. La joven mira la figurita, tan pequeña que parece un juguete, y siente que una oleada de tristeza la invade. Las plumas verdes y azules brillan tornasoles.
—Que lástima. Es muy bonito. Me pregunto por dónde entró.
Amaranta despega la mirada del cadáver, y mira a su alrededor. Todas las ventanas están cerradas. Recuerda el aleteo que escucho temprano, y se pregunta si era la misma criatura. En ese momento, la abuela hace uso de una pala y una escoba, y recoge el cuerpecito. Esto hace que un escalofrío recorra a Amaranta. Le parece que hay algo incorrecto, casi irrespetuoso en esta acción. No quiere ver como la abuela desecha al animal, así que ahora si se va a su cuarto y cierra la puerta. Se quita la bata de baño, y se tiende sobre la cama, desnuda, invocando una brisa que nunca llega y tratando de entender por que la muerte del colibrí la ha turbado tanto. Observa el ventilador de su techo, dando vueltas con su tic, tic, tic. Piensa de nuevo en el aleteo, ese sonido que no pertenecía a un lugar donde nada se mueve, donde el tiempo se ha detenido porque significa que puede volar e irse y cambiar. Pero ahora esas alas no pueden llevarlo a ninguna parte y estará por siempre atrapado en una casa con las ventanas cerradas, ahogándose cada día en el calor, en el vinagre y en las moscas. Amaranta siente como lágrimas inesperadas caen por su rostro, y la refrescan. Esa noche, el sueño llega rápido.
Al día siguiente despierta, pero no abre los ojos inmediatamente. Siente que hay algo diferente, algo que falta. Al abrirlos, lo descubre. El ventilador está apagado y el familiar sonido ausente. Extrañada, se levanta. Se pone la bata, se lava los dientes, y baja a desayunar. Para su sorpresa, su abuela no está en la cocina. Esta sentada en la sala, leyendo tranquila.
—Buenos días. ¿Ya echaste el vinagre?
—Hoy no han venido las moscas.
Amaranta no sabe que responder a esto. Abre la nevera para preparar su desayuno, pero otro cambio la detiene. Se acabó el pan. Hay huevos y harina, así que prepara una mezcla y cambia el sándwich de siempre por panquecas, huevos y tocineta. Sintiéndose más satisfecha de lo que se ha sentido en mucho tiempo, sube a su cuarto para vestirse. Al agarrar su jean de siempre, nota que está lleno de manchas, y la franela gris de algodón, tiene un hueco en el cuello. Los descarta, abre el closet, y saca una falda larga de tela fresca, con estampado de flores azules y moradas, y la combina con una blusa ligera, color verde botella. Siente como las prendas se ciñen a su cuerpo, la falda le da forma a su cintura y el roce de la tela contra sus piernas desnudas es agradable. Le da la impresión de que los colores hacen que su piel brille, y decide maquillarse.
Amaranta sale a dar su paseo diario. Encuentra en el garaje la bicicleta rosada, y siente un dolor vago en los músculos de sus piernas y de sus brazos, que le recuerdan a la noche anterior. Lentamente rodea el vehículo, analizándolo. Estudia la forma estilizada de su estructura. Le hace un nudo a su falda larga para que no le estorbe, se monta y con sus manos rodea el manubrio. Siente las ruedas, delgadas pero fuertes, que resisten su peso. Coloca el pie derecho sobre el pedal, y con el izquierdo empuja el piso, agarrando impulso y haciendo que las ruedas se deslicen. Por un momento siente que la bicicleta quiere irse de lado, pero siguiendo su instinto logra mantenerla recta. Ya el otro pie ha dejado el suelo y ambas piernas trabajan para mover los pedales. Las ruedas siguen el ritmo, y comienzan a tomar velocidad, al principio dudosas, tambaleantes, luego más estables, hasta mantenerse derechas. Amaranta se siente segura, puede controlarlas, entiende como moverse y hacia donde ir. Ya la bicicleta avanza velozmente montada en ella, Amaranta siente el viento que agita su cabello. Escucha los árboles moverse, ve los pájaros volar. Felizmente, pedalea y sigue, sigue, sigue, porque al fin y tan súbitamente como se detuvo, el tiempo ha vuelto a moverse y ella también.
Daniella del Valle Ziade Segovia
Licenciada en Artes. Fotografa
Vestuarista de cine y televisión
Reside en Mexico
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