Me llamo Diego López, pero todos me dicen Junior, porque mi padre se llamaba igual. ¿Diego López? ¿Cuántos habrá con mi nombre en Venezuela? Mi apellido es bastante común y mi nombre también. Habría preferido llamarme Alejandro, Joaquín, Ramón, pero al llamarme justo como mi padre, algo adentro me indicaba que sería igual a él. Ahora entiendo que no fue un mal hombre, pero a esa edad, lo veía con resquemores, sentía que no me amaba, o en el peor de los casos, que no le importaba más que sus problemas, esos que nunca sabía en qué consistían, esos asuntos que lo tenían siempre distante, callado, lejos de mi mamá y de mi hermano Daniel, que entonces tenía cuatro años, y al cual, recientemente, le habían diagnosticado una especie de autismo, del que llaman Asperger.
El trastorno de mi hermano menor, consumía todo el tiempo y la atención de mi madre, Kathy Cárdenas, quien trabajaba como agente inmobiliaria, una de las pocas cosas que podía hacer para mantenernos y de cierta manera decidir su propio horario para cumplir con sus obligaciones con mi hermano. Yo estaba estudiando en ese momento cuarto año en el Liceo San Agustín, sería el mes de enero de 2009, vivíamos en El Paraíso[1], uno de los barrios más antiguos de Caracas, que data del siglo XIX, y como todo en Venezuela, lo viejo es desdeñado. Vivíamos casi en el centro de la ciudad, los servicios públicos, la seguridad personal y el nivel socioeconómico de quienes vivían en la urbanización cuando yo era chamo, parecían ser los peores. Éramos clase media en la cuarta república[2], después que llegó Chávez al poder, todos podíamos ser considerados pobres, aunque yo nunca noté la diferencia.
En ese entonces era un chico bueno, ayudaba a mi madre constantemente con mi hermano llevándolo al colegio especial donde podían atender su condición, manteniendo la casa en orden, haciendo mis deberes sin necesidad que me recordaran nada. No quería ser una carga para ella, ni algo de qué preocuparse. Mis padres no eran ancianos, más bien eran maduros, mi papá había cumplido cuarenta años, y mi mamá cuarenta y dos, aunque sinceramente aparentaba más.
Desde que entré al liceo me apasioné por las matemáticas. Eran una especie de juego, me entretenía mucho resolver ecuaciones de primer y segundo grado. Veía a los sistemas de ecuaciones como si fueran crucigramas. El máximo común múltiplo y mínimo común divisor me los sabía de memoria. Los quebrados en fracciones de segundo. Multiplicaba por dos cifras con facilidad, con tres cifras era un reto mayor, pero lo intentaba. Vivía pensando en números, haciendo reglas de tres, sacando porcentajes, y ayudando a los demás con aquello para lo que tenía talento.
Un profesor lo notó, decía que era una especie de superdotado, con un IQ muy alto, por encima del promedio de lo que él consideraba como normal, pero nunca le presté atención a eso; aun así, el profesor estuvo dispuesto a llenar mi cuaderno de nuevos acertijos matemáticos. Al principio fueron fáciles, pero con el devenir de los años, se ponían más complicados, pasaba días enteros pensando en ellos. Yo no era un cerebrito, era un chico normal: las matemáticas se me daban con naturalidad y gozaba de ello, pero tenía problemas con otras materias, por ejemplo, historia y castellano, materias donde se me pedía que analizara ideas que me parecían distantes a mí, cuya relación conmigo no comprendía, y que sin duda, iba a necesitar en el futuro, aunque en ese momento no lo entendía.
Mi destino habría sido diferente si en esas clases de historia hubiese captado a tiempo lo que significan las clases sociales, los altos y bajos de la política venezolana, el modo en que funcionan los regímenes dictatoriales, el alto costo que debemos pagar por tener esperanzas o los duros golpes que te da la vida para devolverte a tu lugar en la escala social cuando intentas crecer.
Aunque era un genio de las matemáticas, también bajaba a jugar béisbol, a correr con mis amigos detrás de un balón de futbol; iba a la plaza a mirar a la muchachas, hablar con ellas. Siempre tuve simpatía para las chicas, y podía pasar horas hablando con la más guapa. Claro, todo esto lo hacíamos temprano, antes de que los malandros[3] de la Cota 905[4], bajaran después de las seis de la tarde y se apoderaran de las calles.
Llevaba una vida normal, no me pasaba por la mente nada de lo que llamamos la realidad, pero creo que ese concepto está mal entendido: lo que sucede en los periódicos, en la televisión, en el mundo de las grandes oficinas y en las casas donde viven los poderosos no es precisamente la realidad. ¡Claro que sucede en realidad! Pero la vida del hombre común es diferente, esa clase media-baja de Venezuela, que no era lo suficientemente rica para soñar con viajar a Roma en vacaciones, estudiar en el extranjero, o comprarse un apartamento nuevo y más amplio; pero tampoco éramos tan pobres como para vivir detrás de un político suplicándole alimento.
La Venezuela en que vivimos ese 2009 era un país hermoso destruido por las batallas políticas y sociales que repercutían en la economía y por supuesto en el bolsillo, sobretodo de la clase media. Vivíamos sumergidos en una burbuja de dólares preferenciales que poco a poco estaban socavando con el aparato productivo nacional. Los más acomodados, aprovechaban las últimas dádivas del CADIVI[5] para viajeros[6], los otros pasaban sus tarjetas de crédito y compraban en Amazon cosas que no necesitaban, todos estaban demasiado ocupados pensando en cómo mejorar pequeñas cosas en su entorno, sin darse cuenta que el país se iba convirtiendo en una brecha enorme e irreparable, en una herida gangrenosa que mataría nuestras esperanzas de tener un futuro mejor.
En mi casa la política pasaba desapercibida. Mi mamá a veces decía algo sobre la crisis, cuando hablaba sobre su trabajo, o platicaba que alguien había puesto en venta tal y cual inmueble, porque estaban rematando todo ya que se iban, o porque cierto funcionario del gobierno los estaba presionando. Pero para mí esas palabras no tenían sentido. Ya que lo mío, antes de cumplir los diecisiete años, y empezar a jugar póker, era una mente en blanco, concentrada en sacar buenas notas y cumplir mi sueño de ser aceptado en la Universidad Central de Venezuela.
Mi papá era diferente, casi no hablaba conmigo, y no parecía llevarse bien con mi mamá últimamente. Su situación laboral era compleja, por no decir, esporádica. Lo recuerdo en más ocasiones desempleado, que con un horario. Casi siempre estaba descansando de las largas noches de “salida con los amigos” y si no, descansaba de haber hecho alguna labor fuerte en “chambas” que conseguía. En ciertas oportunidades cortaba árboles o cargaba escombros, y muchas veces le tocaba trabajar de caletero. Fue vigilante, suplente de algún “valet parking”, pintor de casas y oficinas, en fin, lo que fuera, lo que se consiguiera era bueno, pero en ningún caso duraba más de tres meses.
La primera vez que supe algo sobre el póker, mi papá estaba viviendo uno de esos largos periodos sin oficio. Yo llegué del liceo después del mediodía, mi mamá estaba en el trabajo, partiéndose el lomo por nosotros; mientras mi papá y Daniel tomaban la siesta; el primero porque había pasado toda la noche con sus amigos, y mi hermano acostumbraba descansar a esa hora, después de venir de sus clases especiales.
Cuando mi padre llegaba de madrugada, siempre a golpe de cinco de la mañana, antes de que saliera el sol por completo, había problemas en casa. Mi mamá muchas veces se negaba a dejarlo pasar. Amenazaba con llamar a la policía, o pedirles a los vecinos que lo echaran. Se alzaban la voz, uno poniendo excusas y pidiendo perdón; y la otra diciendo “así no se puede Diego, no más”. Yo me despertaba sigiloso y contemplaba tras las esquinas de las paredes todo el espectáculo.
Mi papá, bajaba el tono de la voz, pedía perdón, y finalmente mi mamá condescendía a abrirle la puerta y dejarlo pasar. A esa altura Daniel y yo estábamos en la sala del apartamento viéndolo entrar, con su cara de arrepentimiento y vergüenza. Al menos dos o tres veces a la semana sucedía eso; pero a los dieciséis años empecé a notar algo que antes había pasado desapercibido. Una madrugada de esas, pude ver que mi papá dejaba un sobre de manila encima de la mesa.
Me propuse averiguar que contenía el sobre que mi papá tiraba sobre la mesa cuando llegaba de noche, y con agilidad juvenil, me deslicé hasta mi objetivo mientras ellos aún discutían en la habitación. Estaba lleno de dinero, desde ese momento era importante para mí saber si al llegar mi papá traía consigo el sobre. Algunas veces llegaba sin paquete. Digamos que de cada diez veces que llegaba de madrugada, una lo traía. 1:10 era la probabilidad de que trajera consigo dinero.
Les digo esto, porque la tarde en que conocí el póker, mi papá descansaba de una madrugada en que no había traído el sobre lleno de dinero; y supongo que por eso estaba de mal humor. Entré rápido como siempre, solo que esta vez, no presté suficiente atención y al voltearme por algún motivo, derribé un adorno nuevo que había sobre la mesa. El estruendo sonó en toda la casa. Mi padre se despertó más amargado que de costumbre. Era un poco bipolar, porque a veces estaba de buen humor, jugaba con Daniel y conmigo, echaba chistes y hasta nos hacía cosquillas; pero al rato podía estar de malhumor, gritarnos o ignorarnos, sin que yo comprendiera los motivos.
“¡Coño Junior! ¿Qué hiciste, vale? Llegas jodiendo, chamo. No estoy de humor para esta vaina. Estoy cansado. Deja el escándalo”, se escuchó desde el cuarto.
Mi padre siguió sin parar durante un rato, pero no lo vi salir de la habitación. Me puse de inmediato a recoger los vidrios, mientras él iba disminuyendo el tono de su regaño monologado. Finalmente se quedó callado. Una vez todo estuvo recogido, fui al refrigerador y calenté el almuerzo que mi mamá hacía antes de ir al trabajo. Cuando estuve preparado para comer, me acerqué al televisor, con miedo de que los técnicos que andaban por la cuadra, ya nos hubiesen cortado la televisión por cable, porque teníamos varios meses sin pagar. De ser así, tendría que comer viendo Venezolana de Televisión o la Televisora Venezolana Social, ambos canales del gobierno, que no pasan nada entretenido ni de calidad.
Pero si había servicio de cable, y el televisor se encendió justo en las letras de inicio de una película que cambiaría mi vida, según lo entiendo ahora. Tenía mucho volumen el aparato y sin poder evitarlo, volví a despertar al viejo. Le bajé volumen pero era muy tarde, ya los ruidos de los caballos que montaba Mel Gibson y sus compañeros lo habían despertado. Era una vieja película ambientada en el Oeste de los Estados Unidos, donde Gibson interpreta a Brett Maverick, un pistolero pícaro, que se compone con Jodie Foster quien hace de Annabelle Bransford, y otro actor, que no recuerdo como se llama, que hace de un viejo sheriff apellidado Cooper.
Mi papá salió de la habitación y me preguntó: “¿Qué ves?”, con cierto desenfado. “Una película de Mel Gibson sobre vaqueros”, dije ignorando por completo el tema del film. “Esa es Maverick, apártate, vamos a verla”, me levanté del sofá, para que se sentara, mientras yo me ponía junto a él, pero en el piso. Al rato, se despertó Daniel y también se nos unió, aunque minutos después volvió a quedarse dormido.
“Junior, presta atención, te va a gustar esta película. Es vieja, pero más vieja era la serie”, me dijo. No se equivocaba mi padre, la serie era de finales de los cincuenta, aunque en Venezuela la transmitieron en los setenta. El juego de cartas era la vida de estos personajes, que hacían todo para poder participar y ganar, no solo hacía falta tener suerte, sino astucia y agilidad para superar los obstáculos que la trama le imponía al protagonista; había que tener habilidades especiales para conseguir la mano ganadora en cada juego de póker.
La película me atrapó de inmediato: en la primera escena Brett Maverick entra a un bar del viejo Oeste, con toda su decoración y características; además plantado con elegancia, y también con un poco de arrogancia, esa mezcla que debe tener todo jugador de póker del Oeste, siempre dispuesto a tirar un bluf o aportarlo todo por una buena mano. Entonces, se sienta en una mesa junto con cinco jugadores, trajeados impecablemente, entre ellos destaca una rubia despampanante; también habían dos vaqueros que parecían saber jugar; los demás, no importaban mucho en la escena: el dealer comenzó a repartir las cartas, dando inicio al juego.
Era la primera vez que veía jugar póker en mi vida, creo que además era la primera vez que escuchaba la palabra póker, al menos la primera vez que tengo consciencia de haberla escuchado. El dealer, también conocido como crupier, o en español repartidor, fue la primera imagen que me formé de un profesional del póker. Él lanzaba las cartas como si al soltarlas sobre la mesa estuviera repartiendo el destino.
Quienes las reciben saben que es mucho más que suerte, se les está entregando un destino anunciado, una carta-misiva que tiene escrita las alegrías y desenfrenos de los próximos minutos, y en el caso de algunos, de unos pocos elegidos, también esa misiva estaría expresando el provenir de su vida completa. Pero ese día yo apenas estaba por descubrirlo.
No tenía ni idea de lo que estaban jugando, pero no quise interrumpir a mi papá, que se había emocionado con la película, y ya había dejado atrás el malhumor. De vez en cuando acariciaba mi cabeza, o volteaba a pasarle la mano por la espalda a Daniel. Siento que en ese momento comenzó nuevamente la relación entre nosotros, claro, no podía saberlo con exactitud en ese instante, pero ahora sé que nuestra conexión familiar tendría un antes y un después del póker
Todo fue diferente a partir de los sucesos que desencadenaría esa mágica tarde frente al televisor, mientras Brett Maverick saltaba por la ventana de un barco de vapor, para superar una traba que había puesto en la puerta de su camarote, otro competidor de la mesa final del torneo, y así lograr que Maverick fuera descalificado, por no regresar a la hora pautada para retomar el juego; o la escena donde se juega la última mano del torneo, cuyo premio era de 500.000 dólares, y que ha sido el objetivo de los protagonistas desde el principio de la película.
La escena final no puedo olvidarla, cuando solo quedaban tres jugadores sobre la mesa. Un comodoro interpretado por James Coburn, con un póker de ochos, que fue destapando uno a uno, mostrando la suerte de haber coincidido cuatro veces con el mismo número. Es una de las manos más difíciles y valiosas, luego lo sabría, pero en ese momento, solo podía entenderlo por la sonrisa de satisfacción del comodoro al fumar su largo puro mientras la gente alrededor aplaudía.
El antagonista principal, llamado Ángel, interpretado por Alfred Molina, le reclama a Maverick quien no había destapado la última carta que el dealer le puso sobre la mesa; pero aun así, muestra su mano para retar al protagonista. Tiene una sorprendente escalera de color, con impetuosos corazones rojos en ascenso. Una mano que supera por poco al comodoro, que es difícil de obtener y que seguro le daría la victoria a cualquiera.
Todas las fichas estaban sobre la mesa, Mel Gibson destapa poco a poco un 10♠, una J♠, una Q♠ y una K♠, ante la mirada atónita de todos los presentes. Le falta ver una carta, que nadie sabe cuál es. Posa su mano sobre el naipe, que está bocabajo, pero antes de tocarlo, un temblor delata la intensidad del momento. Los ojos de Maverick se cierran mientras arrastra la carta hacia él. Entonces la mira y descansa el cuerpo. Todos queremos saber qué carta es, pero el brillante director de la película hace que el actor lance la carta abierta sobre el montón de fichas. Es un A♠.
En ese momento mi padre dice: “Wow, una escalera real”. Entonces no pude aguantar más, y lo interrumpí: “Viejo, disculpa, pero ¿tú sabes jugar póker?”. Con una mirada suspicaz, que me hizo vibrar de alegría, sonrió levemente y me dijo: “Bueno, hijo, sé jugar, pero ese, el póker cerrado, de 5 cartas. No el nuevo que a veces pasan por televisión; ese no lo conozco mucho. ¿Quieres que te enseñe a jugar el póker de Maverick?”. Mi respuesta no se hizo esperar, por supuesto que quería, mucho más después de ver toda esa acción alrededor de las cartas, la vida de aventuras que llevaba Maverick, ganando una fortuna, ayudado por la suerte y el ingenio.
“Creo que tengo unas cartas en el closet”, acto seguido mi padre se levantó a buscarlas. Ya antes habíamos aprendido con él otros juegos. A mis doce años me enseñó a jugar ajedrez, y de verdad nos entretuvimos mucho con las piezas. Al principio me ganaba con la misma jugada, “mate al pastor”, pero pronto conseguí hacerle frente a sus trucos y teníamos tardes interesantes, mientras mi hermanito menor era solo un bebé y requería toda atención de mi mamá. Pero eso se interrumpió porque mi papá consiguió trabajo, comenzando un cambio muy radical hacía nosotros y nunca más volví a jugar con él.
Llegó con las cartas, que estaban escondidas en un calcetín. Limpió la mesa del comedor. Yo me senté y miré con atención sus manos, como mezclaban con habilidad las cartas plásticas. Sabía que eran cuatro motivos, palos o pintas, dos rojos y dos negros, pero entre sus manos parecía existir un arcoíris, ciertamente había un universo de posibilidades para mí. No sabía que ese día aprendería lo que hasta hoy ha sido mi mayor pasión.
Notas
[1] La Parroquia El Paraíso es una de las 22 parroquias del Municipio Libertador del Distrito Capital de Venezuela y una de las 32 parroquias de Caracas. Está ubicada al noroeste del centro histórico del Municipio Libertador. Limita al norte con las parroquias Santa Teresa, San Juan y Sucre; al sur con las parroquias Santa Rosalía y La Vega; al este con la Parroquia Santa Rosalía; y al oeste limita con la Parroquia Antímano.
[2] Nombre que se le da al periodo anterior a enero de 1999, cuando llegó el chavismo al poder.
[3] En Venezuela, Colombia y México, malandra o malandro es sinónimo de delincuente violento de origen popular. El malandro es una persona que desde niño presenta síntomas de antisocialidad.
[4] Cota 905 (alternativa y más formalmente Avenida Guzmán Blanco) es el nombre que recibe una carretera que se localiza en las Parroquias La Vega, El Paraíso y Santa Rosalía en el Municipio Libertador al oeste del Distrito Metropolitano de Caracas.
[5] La Comisión Nacional de Administración de Divisas CADIVI (febrero 2003 – enero 2014) fue un organismo venezolano, encargado de administrar las divisas a los ciudadanos (compra y venta de dólares y euros) bajo ciertas condiciones y limitaciones controlando el libre acceso a la moneda extranjera, durante su existencia, se rigió bajo la Ley de Ilícitos Cambiarios decretado en octubre de 2005 (derogada en agosto de 2018).
[6] A partir del 2007 hubo unas modificaciones, cualquier persona que poseyera tarjeta de crédito, podía viajar y disponer de US $5 000 dólares al cambio oficial (cupo viajero) y además realizar compras electrónicas nacionales por US $ 3 000 dólares. A partir de 2008 el país sufre la reconversión de la moneda, oficialmente se eliminan tres ceros, el último día de diciembre de 2008 según Gaceta oficial 39 089 se da una nueva modificación, se dan dos tipos de cambio uno se mantiene a 2.15 para importaciones, estudiantes en el exterior y compras de medicinas; el otro es a 4.30 para viajeros y se reduce estas cuotas a US $ 2 500 dólares para viajes (cupo viajero) y compras electrónicas US $400.
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