Llego a Maiquetía en el vuelo 956 a las tres y cuarenta de la tarde. Bajo el maletín del porta equipaje y lo coloco sobre el asiento para reacomodarlo mientras los pasajeros salen. Tardo lo más posible. Estoy cansado, tenso, nervioso. Durante el viaje reconstruí muchas veces las escenas de la noche y madrugada. Ofelia se desangró, tuvo una hemorragia, no tengo idea qué pudo causarla. Debe estar en la morgue. La policía habrá contactado al esposo, a su mamá, a la hermana. En el hotel habrán dado información de mí. Interpol ya sabrá que vengo en este vuelo. Soy el penúltimo en salir de la nave. Tengo fría la espalda. Camino despacio. Me hago el distraído. Salgo del túnel que conecta el avión con el edificio aeroportuario. Miro el panorama con desconfianza. No hay policías a la vista. En inmigración nadie me detiene. En la aduana no tengo nada que declarar. Espero el equipaje junto a los demás pasajeros frente a la correa giratoria. Trato de ocultar mi nerviosismo, sin embargo no dejo de mirar a todos lados. La maleta llega. Me aferro a ella y salgo al pasillo de las duty free.
Pasar cerca de algún guardia nacional o agente aduanal me produce tensión. Veo todo nublado, estoy enratonado. Una vez que salga del aeropuerto les será más complicado dar conmigo. Si me detienen diré que la dejé con vida, la matarían después de irme. No sé nada más, debo centrarme en eso. La asesinaría el esposo, por celos, esperaría mi salida para entrar en la habitación. Es el único que puedo inculpar. No se llevaban bien. Era un matrimonio de apariencia. Siento pena por ella y por sus hijos ahora huérfanos. Aun siento su cuerpo flaco y vulnerable como una muñeca. La ahorcaba con rabia. Me excitaba estrangularla. Después de un buen rato sexualizando quedamos exhaustos. Me dormí. Pasaron dos horas hasta que el teléfono me despertó. La cabeza me daba vueltas. Contesté. Era el portero para avisar que el taxi había llegado. Al colgar vi la inmensa mancha de sangre. También las marcas en su cuello.
Pasé siete horas en el avión saturado de una incertidumbre criminal, cada palabra, cada movimiento de alguien me sobresaltaba. No puedo creer que haya muerto. Me duele, me apena. En el fondo la quería. La situación se me fue de las manos, estaba borracho, mi inconsciencia e impulsividad fueron la causa. Estoy aterrado ante las perspectivas y consecuencias. ¿Será un crimen culposo o doloso? No tengo la real percepción de haberla matado. Tendré que pensar en un abogado. Me duele la cabeza. En todo caso murió por causas naturales, su hemorragia no necesariamente podría estar vinculada con nuestra ruda despedida.
En la última revisión nada ocurre. Salgo al vestíbulo del aeropuerto. Sobre el piso policromático de Cruz Diez gozo de una sorpresa que me tranquiliza: Julia está esperándome. Me alegra verla en este momento. Nos abrazamos. Estrecharla me dan ganas de llorar. Caminamos a la salida. Al pasar frente a la taquilla de una casa de cambio vendo los pesos que me sobraron. Me dan bolívares suficientes para varios días. Al salir del aeropuerto siento la brisa tibia que me devuelve a mi origen. Pienso que sería mejor irnos en taxi, miro atrás y a los lados, tengo que dejar la paranoia, me digo. Caminamos hasta las camionetas que suben a Caracas, acomodo la maleta y el maletín en el compartimiento de equipajes, nos montamos, pago, arrancamos, me siento a salvo. Ya en la autopista vamos riendo, le cuento cosas del viaje para desviar el enfoque de mi mente. Nos besamos. Observo las montañas verdes que alternan con cerros llenos de ranchos. Me estimula la brillantez de la tarde, es la luz navideña que tanto me gusta y llena de placidez, el cielo esta muy azul, sin una nube. En la camioneta suena un merengue a todo volumen. Estoy en mi territorio. Julia pregunta cosas del viaje y me cuenta asuntos del barrio. Se me ocurre que quizás no pase nada, quiero pensar que todo fue un mal sueño. Al llegar a Parque Central tomamos un taxi hasta Puente Hierro. Mi tía Cheva se alegra de mi llegada. Le traigo una lata de arequipe y un chaleco tejido. A Julia un pantalón rosado de pana acanalada, se vuelve loca de satisfacción.
—Mi amor, yo se que tu nunca me olvidas —dice Julia acariciando el pantalón. Ella sabe que el viaje lo pagó una amante.
Ambas comen chocolates que traigo y les doy dinero del que cambié. Traje algunos libros que acomodo en mi cuarto. Por un rato me abandona el tormento. Mantenerme ocupado será mi salvación. Julia y yo vamos a la conserjería donde vive. Dice que tiene muchas ganas. Compramos una botella de ron, tomamos y disfrutamos del sexo. Como siempre que lo hacemos, me dice: “dame güevo mi amor, dame güevo”, eso me excita, la cacheteo, aprieto sus tetas y cuello con fuerza. Por momentos la muerte de Ofelia vuelve a mi mente. Al final, dormimos extenuados. En la mañana me muestra las marcas de mis dedos en su cuello. Nos reímos, aunque veo en ella la imagen del cuello de Ofelia, me entra una arrechera que me hace querer castigarla, la tomo de una muñeca y la meto con bata en la regadera, se la quito con furia y volvemos a fornicar en la ducha. Luego del frenesí, me enjabona y restriega todo el cuerpo con una esponja, me reconforta, cuando frota mis pantorrillas y pies, el agua fría me devuelve la vitalidad. Desayuno y voy a pasar el domingo con mi tía.
Al día siguiente se reinician las clases. El semestre comenzó en septiembre y concluirá a mediados de febrero próximo. En la escuela hay pocos alumnos. En general la universidad está vacía. Encuentro a Lila en la entrada de la facultad, nos saludamos, la invito a un café, no acepta. Es sutil al hablar, tiene cara de bebé, piel bronceada, pelo rubio, ríe mucho y sonriendo me rechaza cada vez que le invito algo, habla conmigo cuando hay terceras personas, creo que me tiene miedo. Se despide y sube a la escuela, me quedo frente al cafetín. Mis aprensiones están más controladas. Aunque estoy en otro escenario puede ocurrir cualquier cosa, estudio con Ofelia y pueden venir a buscarme aquí. Veo pasar una mujer que fue reina de belleza. La sigo con la mirada, sus piernas no son tan hermosas, al caminar junta las rodillas, la observo hasta que desaparece por el pasillo de los libreros. Decido ir un rato a la biblioteca, tengo que poner en orden mis ideas. Atravieso un pedazo de Tierra de Nadie y el estacionamiento de la imprenta, al subir por las escaleras percibo el olor a aserrín que tanto me gusta, peculiar de los sótanos universitarios. Paso frente a la librería, ingreso en la Biblioteca Central, saco un cuaderno, dejo mis libros y bolso de lona en los casilleros de la entrada. Atravieso la sala de referencia, estudiantes van de un lado a otro. Bajo con calma a la sala de humanidades, saludo al señor de las fotocopias a un lado las escaleras. Me dirijo al puesto del referencista. Lo saludo, tomo una boleta, la lleno y se la doy. Miro las estanterías, se me hace agua la boca. Me entrega El Otoño de la Edad Media que comencé a leer el año pasado. Voy a una mesa desocupada. Una hora más tarde lo devuelvo. Voy a la escuela. Tengo necesidad de continuar, de que todo sea normal, pero intranquilo, sigo mirando a todas partes.
La clase de Necesidades expresivas ha comenzado. La profesora explica que cada quien debe hacer su cronología existencial, escoger los momentos importantes de su vida y con ellos elaborar una narrativa propia, construir con esos hitos una épica que lo mitifique a uno, convertirse en personaje, en frases, en ficción. Recomienda dimensionar el enemigo interior que sabotea nuestros intentos de escribir y crear. Lo que dice me sacude. Las clases de la profesora son lecciones para el que quiere escribir. Yo aún no lo hago con rigor, a pesar de mi poemario y de pasármela haciendo planes de obras. No lo hago porque estoy muy ocupado en sobrevivir. Tengo que mirar ese enemigo interior, lo intuía, el problema es dentro. Al finalizar la clase es inevitable que alguien me pregunte por Ofelia.
—Pues tengo como un mes que no la veo —respondo a quienes me preguntan.
Quiero llamar a su casa, dejar el registro de que la busco y por ende no sé nada de la muerte. Supondría una coartada. A ratos me llega su imagen tendida en la cama sobre una inmensa y redonda mancha roja, esa estampa me devasta. La posibilidad de ir a la cárcel me atemoriza, las cárceles en Venezuela son un infierno. No tengo como defenderme ni como pagar un abogado.
El martes asisto a la clase de Simbología, una hermosa mujer de piel canela y voz recia es la profesora. Me apasiona la forma como enseña, sin poses, su razonamiento me ilumina, siempre viste de colores vivos, hoy lleva el pelo atado con una cinta amarilla, parece la portada de un disco de música brasilera. Habla del himno a Deméter, cuenta que su hija Perséfone, es raptada por Hades, entonces castiga a la tierra por la pérdida. Más tarde, por instrucciones de Zeus, Hades permite que Perséfone vuelva con la madre, pero antes, le da a comer un grano de granada para asegurarse que vuelva con él. Lo que dice me lleva a mi vida anterior, esa que intento borrar. La pérdida de Ifigenia, su partida o su fuga, eso que tanto me angustió, que eventualmente me tortura, algo que me sigue doliendo y que tengo arrinconado en algún lugar. Parece que hubiese muerto, que no la hubiera enterrado y su cuerpo estuviese descomponiéndose a la intemperie. Desapareció sin dejar una estela que me permita vivir en paz con ella. Ahora como en una vendetta le arrebato a los hijos de Ofelia la posibilidad de crecer al lado de su madre. Quizás al marido le haya hecho un favor. Estoy asustado, alerta, soy un sospechoso, simulo normalidad. ¡Que mierda! Tampoco puedo volver al trabajo de las mañanas en el Museo de Bellas Artes hasta que me llamen a ver si se renueva el contrato que debía ser de seis meses pero los suspendieron para las vacaciones navideñas
A las siete comienza Literatura inglesa, la curso con Daniela, otro objeto de mis deseos. Hace tiempo, ella y su grupo de amigas intuyen que hay algo entre Ofelia y yo. Por más de un año le insistí que debíamos mantener nuestra relación oculta como Los amantes de Magritte, sin embargo ella por jactancia disimulaba lo menos posible. En las últimas semanas antes de las vacaciones navideñas conversé mucho con Daniela, la acompañaba al estacionamiento cada vez que podía. Al terminar la clase la espero. Al salir me da un beso en el cachete y pregunta dónde estuve en vacaciones, dice que llamó a mi casa en navidad y año nuevo, quería verme. Mi tía le dijo que estaba de viaje, pero no sabía dónde.
—No sonó convincente —expresa irónica.
—No chica, fui a Cubiro. Un pueblo de Lara sin teléfono. Fue una especie de retiro con tres amigos del teatro donde estuve hace años —digo, pensando respuestas a posibles preguntas sobre lo que acabo de inventar.
—No sabía que habías hecho teatro.
Llegamos frente a su carro, me acerco y le doy un beso delicado en los labios, ella lo recibe sonreída, me pica el ojo. Nos despedimos con lentitud. Se va en su Volkswagen. Salgo por Las Tres Gracias. Espero el autobús, vuelvo a mi martirio. Pienso también en Daniela. No estoy seguro si avanzar en una relación con esa chama, me gusta pero ahora no se qué pueda pasar, estoy involucrado en una muerte. Intento una naturalidad, pero en realidad es como un andar sin sombra. Me entra un frío en todo el cuerpo, soy un asesino, esa idea me inquieta y aturde. Mi futuro inmediato es precario y frágil. No sé qué hacer. Seguir como si nada pasara es la única alternativa, tarde o temprano todo se sabrá. Debo pensar en otra cosa.
Voy directo a casa de Julia. Son las diez de la noche. En las calles casi no hay luz, poca gente circula a esta hora, solo se ven los malvivientes de la zona. En la esquina tropiezo con un par de carajos que conozco, me ofrecen un trago de ron. A unos pasos el chamo Rogelio fuma marihuana en la entrada de un edificio, lo saludo, me ofrece y le doy tres patadas, me regaña y toso. Le pregunto dónde compró el monte, está buenísimo. Inmediatamente me invade la nota. Una tranquilidad que me hace sentir cómodo conmigo mismo y con lo que me rodea. Sigo hasta el edificio de Julia. Le pego un silbido desde la reja. La puerta del apartamento está frente a la entrada del edificio, al lado del ascensor. Sale corriendo a abrirme, la saludo con un beso. No voy a mi casa por temor a que llegue la policía. Al entrar nos besamos con pasión. Me quito la camisa y los zapatos. Mientras Julia fríe una chuleta ahumada, me acuesto en su cama matrimonial a revisar el cuaderno con los apuntes de la última clase. El profesor habló de la similitud entre Agamenón y Hamlet. Tengo que releer al solitario Prometeo, las bacantes, los ciclos de Heracles y sus hijos, Edipo y sus hijos, Agamenón y sus hijos. Voy atando los cabos sueltos de ese universo. Algunas cosas se me pierden de las lecturas. Los profesores revelan sentidos ocultos, significados, símbolos que no veo.
Ofelia vuelve a mi mente, esta noche debería llegar a Caracas, si viviera. Me levanto de la cama a comer, antes llamo a la casa a ver si alguien me ha ido buscando o llamado, mi tía dice que nadie. Eso me inquieta más. Después de comer vemos televisión en la cama, Julia se queda dormida, luego yo. Sueño que estoy en un basurero cargando maleza y troncos de árboles que monto en un camión, lo hago sin camisa, siento arañazos de las ramas en manos y brazos, de los cuales brota sangre, me quedan marcas que arden vivamente. En otro sueño quiero a entrar en una iglesia y no puedo, en la puerta hay un campo magnético que me rechaza. Despierto sudoroso y asustado. Entre reflexiones y alucinaciones de escenarios posibles me vuelvo a dormir.
Al amanecer Julia prepara arepas rellenas de queso guayanés, desayunamos, me despido y voy a la casa, hablo un poco con mi tía. Después de mucho dudar llamo por teléfono a la casa de Ofelia. Tengo miedo. Repica dos, tres, cuatro veces. Un escalofrío me recorre. Voy a colgar. Contestan:
—Aló —dice Ofelia del otro lado.
¡Qué susto! ¿Está viva? No sé qué decir, me dan ganas de trancar, por segundos me paralizo, ¿Es una broma? ¿Qué es esto?
—Alo, alo, ¿quién llama? —inquiere Ofelia.
¿Estaré soñando? Por milésimas de segundo veo de nuevo la película de aquel amanecer.
—Ofelia ¿Eres tú? —pregunto estupefacto.
—Desgraciado, estaba por llamarte. Eres un maldito —grita.
—Ofelia ¿No estás muerta? —grito a mi vez aliviado y alegre.
—Pues no desgraciado. Muerto deberías estar tú.
—Estaba preocupado. No sabía que hacer. ¿Qué te pasó?
—¿Qué pasó? ¿Qué pasó? ¡Pendejo!, que me dejaste ahí tirada con una hemorragia. Maldito, no quiero verte.
—Perdóname, he estado perturbado por eso. Pensé que estabas muerta. Te juro que me dio mucho miedo. No reaccionabas.
—¿No sabias qué hacer? que me cogiste como te dio la gana y quién sabe si eso me provocó la hemorragia.
—No no, vamos despacio —digo recuperando el aplomo—, quizás nuestros juegos se salieron de control, pero no hice nada que te dañara. Cuando desperté estabas desmayada, el tipo de la recepción llamó porque el taxista había llegado, me asusté y me fui. Lo siento. Perdóname.
—Maldito. Me dejaste morado el cuello, me golpeaste, me diste cachetadas, me quemaste con un cigarro.
—Lo del cigarrillo fue un accidente, cayó prendido sobre ti, todo eran juegos. Lo que hicimos lo disfrutaste y satisfacías tu desenfreno, no solo el mío —tratando de rebotar el asunto.
—¡Me dejaste inconsciente! —insiste Ofelia alterada.
—Perdóname, creí que habías muerto, te moví, te palmee, te sacudí, no respirabas, te oprimí el pecho varias veces, no reaccionabas. Estaba aterrado. Por favor, perdóname, huí, fue cobarde de mi parte, pero no tenía opción.
—No, no te perdono y no te perdono. Hasta me robaste, estúpido.
—Oh cielos. Si. ¿Cómo hiciste? cuéntame por favor.
Ofelia me narra precipitadamente y a gritos rabiosos que despertó cuando tocaron la puerta. Eran las diez de la mañana, hora de desocupar la habitación, le dijo desde afuera la camarera. Sorprendida de verse ensangrentada, se revisa y concluye que le bajó una regla abundante, tenía seis meses que no le venía. Lava la sabana en la regadera, se baña, voltea como puede el colchón manchado y húmedo. Luego se da cuenta que falta el dinero de su cartera. No acepta mis interrupciones ni los intentos que reitero de explicarme Por suerte tenía un billete de cien pesos doblado en un compartimiento de su cartera y pudo irse en taxi. Antes de retirarse le confiesa al recepcionista que en la noche manchó la sabana, la lavó y dejó colgando en la ducha, no dice lo del colchón. Se va preocupada porque los administradores del hotel son amigos de su primo. Al llegar a casa de su mamá, le cuenta lo que ha pasado, llaman a un ginecólogo y a las tres de la tarde van a su consulta. Después de revisarla le manifiesta que tuvo un aborto espontáneo y debe hacer un curetaje. Tenía seis semanas de embarazo. El niño obviamente era mío. Tiene más de tres años sin sexo con el esposo. Ofelia finaliza la conversación con:
—No quiero verte y no me hables más —colgó.
Un alivio inexpresable me invade. Me salve. No soy un asesino, no soy un criminal. Que esté viva me llena de alegría. Lo peor es que estuviera embarazada. Si, eso era lo peor, se hubiese empeñado en tenerlo y dejar al marido. Me salvé. Por supuesto que la hubiera obligado a abortar. Ocurrió lo mejor. Creo que ahora si me liberé de Ofelia Y esto tengo que celebrarlo. Compro una botella de ron, varias latas de soda y vuelvo a la casa de Julia. Le doy dinero para que compre un pollo en brasas con hallaquitas. Tan pronto cierra la puerta llamo a Daniela por teléfono y enciendo un cigarrillo. Me responde toda hecha ternura por mi llamada. Le digo que estoy enamorado de ella y que me gustaría iniciar algo juntos. Quedamos en vernos mañana. Hablamos un poco de las clases, de lo que la he deseado en silencio todo este tiempo, lo cual no es del todo cierto, la he deseado últimamente que me detuve más a observarla, aunque siempre recuerdo que fue la primera en felicitarme en el primer semestre, cuando expuse a los egipcios. Apenas termina la conversación Julia llega con el pollo. Comemos y luego gozamos una desenfrenada sesión sexual. Decido no ir hoy a la universidad para evitar encontrar a Ofelia, así será menor el impacto cuando nos veamos. A las nueve de la noche ayudo a Julia a sacar la basura del edificio por el portón trasero. Duermo relajado.
La noche siguiente durante la clase de Literatura latinoamericana, en el pupitre delante de mí se sienta la mujer más hermosa de la escuela. Es poeta. Se llama Clara. He leído sus poemas en el papel literario. Hace poco le hicieron una entrevista y publicaron cinco textos de un poemario inédito. En uno de ellos habla de la casa que es su cuerpo. A su centro vital que es la vagina, vienen a arrastrase cuerpos que ella espera para atrapar y cimbrar. En otro poema habla del extravío de su entidad, tratando de armar una ruta a través de los libros. Un tercer poema rememora la niñez a la que vuelve en sus vaivenes interiores, es el más interesante, rico en imágenes. En el cuarto poema imagina su muerte sin amor. En el último, de manera muy gráfica dibuja un cuerpo gozoso del encuentro con otro cuerpo, menciona sensualmente su comisura y su cadera. Cada vez que la veo no puedo evitar fijarme en las comisuras largas de sus labios gruesos sonriendo como un Guasón. Verla caminar de espaldas es algo que provoca perseguir. Tiene la piel muy blanca, pecas en la espalda, hombros y brazos; el pelo negrísimo y largo. Usa aretes grandes y brillantes. A veces cubre su cara con el pelo o mueve coqueta su cabellera de un lado a otro. Los brazos robustos, manos largas, uñas bien pintadas. El reloj que usa es una joya muy cara. Hoy lleva un suéter sin mangas. Sus ojos grandes, negros, cejas gruesas bien delineadas. La silueta de sus labios rojos siempre sonrientes. Los hombres de la escuela están locos por ella.
Se ríe de los cuentos y chistes del erudito profesor. Dice cosas ocurrentes. Parece dedicarle a ella lo que expone, la mira demasiado. Es obvio que su relación sobrepasa la de profesor y alumna. Tiene más de sesenta, Clara veintidós. Por encima de su hombro leo lo que escribe en su cuaderno, “te amo”, “te adoro”, dibuja corazones, me parece muy ingenuo eso, supongo que dirigido al profesor: La imagino teniendo sexo con el viejo y siento envidia.
“Hay que saber leer”, dice el profesor, “ser selectivo”, no se debe leer todo, solo lo que interesa”, “hay que tener picardía lectora”. La idea me embelesa. Yo siempre quiero leer todo y de cada autor su obra completa. Trazo planes de lecturas, interminables listas y bibliografías que pospongo y alargo. Germán siempre se burla de mis listas, me dice que la escuela es una guía, al terminar la carrera se comienza a leer de verdad. Al final de la clase Clara se queda en el pupitre hasta que todos se van. Sale del aula con el profesor, lleva sus cuadernos, carpetas y un saquito de tela con libros. Él le pasa el brazo por el hombro.
Dos días después veo a Ofelia en el pasillo. Levanto el brazo, le hago señas con la mano y me da la espalda. Es lo mejor. Voy al otro extremo del pasillo a encontrarme con Daniela. Está con su grupo de amigas. Saludo a las chicas con besito en el cachete, hacen bromas de cualquier cosa, hablo con Javier y cuando puedo le digo a Daniela con picardía:
—Hoy si acepto la cola.
—Vámonos de una vez —responde risueña.
En el trayecto a mi casa después de algunos preámbulos le reitero lo dicho por teléfono:
—Quiero tener algo contigo.
—Echémosle bola —responde entusiasmada.
Llegamos a la plaza Madariaga, nos damos muchos besos, me lo agarra y chupa largo rato. Luego vamos a comer helados. Hacemos planes para estar juntos. No le gusta ir a hoteles. Hablará con su mamá para quedarme el sábado en su casa. Le cuento lo de Ofelia, la aventura que hemos tenido por un tiempo y que me invitó a viajar en vacaciones. Ríe a carcajadas, dice que lo sabía, que era muy evidente. Le digo que todo terminó.
—Esta vaina se la tengo que contar a mis amigas —dice felicísima.
—No por favor, no lo hagas —le ruego.
Al rato nos marchamos, toma la autopista y me deja en la entrada de Puente Hierro. Voy a comer a la conserjería de Julia. De postre le chupo los pezones y el clítoris.
El viernes cambio los dólares. Salgo con Daniela a tomar cervezas. Ella quiere pagar o poner dinero y no la dejo. El sábado vamos al cine y luego me quedo a dormir en su casa. Pasamos la noche divinamente, desayunamos como reyes, su mamá no está. Al mediodía me lleva a mi casa. Apenas entro, el teléfono suena y es Ofelia, le cuelgo sin hablar, la llamada se repite y dejo el auricular descolgado un buen rato. Mi tía me dice que ha llamado varias veces.
Más historias
“La historia de este libro” de “Desaparecidos en el páramo”
“Un gato bajo el sol” de “Las horas perdidas” de Edinson Martínez
“El bullying de los padres hacia sus hijos deportistas”. Por Eliéxser Pirela Leal