Descripción
Los hallazgos del libro “Ciudades que me habitan” son contundentes. El poeta se deslastra de dos prejuicios: lo urbano y lo social; que parecen estar amarrados, junto al antagónico tema bucólico, a la tematología de la poesía contemporánea latinoamericana. No es un poeta de izquierdas cantando a Leningrado, no es un sibarita de espaldas a las cicatrices de la historia. “Ciudades que me habitan” profundiza y salta por encima de cliché latinoamericano e inventa una solución en el decir de nuestra lengua.
La construcción de un paradigma de lo “habitable” es quizá el silogismo que armoniza este libro: con su carga de sentimientos, Gutiérrez Lozano, va dejando una huella desde su propia y privada historia personal, en cada uno de estos sitios, que más que unas estampas de álbum de recuerdos o postales de viajes que se envían a la distancia del tiempo y cuyo remitente es uno mismo, va formando una geografía muy particular, como si pudiera redibujar el mundo y convertirlo en este inventario cerrado de sensaciones que se presentan en forma de poemas.
Como quien confecciona una casa con 40 puertas y empieza a llamar hogar al pasillo donde el viento abanica las bisagras y nos deja ver, cual flashmod de una vida, los entreverados silencios que construyen un discurso: el que nos define superpuestos en el contexto; así el poeta nos presenta en cada poema una arquitectura poética que prefigura el ascenso de la memoria, hacia la identidad.
“Ciudades que me habitan” podría parecer un libro de viajes, porque de principio a fin, cual periplo homérico, mueve al lector a las diferentes estancias mentales que se permite el poeta, quien no engaña, ni intenta convencernos de que esas experiencias son trascendentales o nos llevaran a la iluminación: no es un viaje de redención. El poeta Gutiérrez Lozano es un “cosmopolita doméstico”, de España a Serbia como quien sale de la cocina al comedor. Se lamenta de un amor en medio del Atlántico como quien ha colgado la línea de teléfono en la sala y va al dormitorio a consultar su suerte en onirismo, por su puesto en México, donde el “cántaro roto” de Octavio Paz sueña para todos.
El anzuelo de la melancolía va haciendo muescas en un mapa que aún tiene la pintura fresca y que se expande en su húmeda pertinencia, como los hilos que de sangre-tinta se chorrearan por la pared, creando fronteras increíbles entre la verdad y la memoria. Lo “habitable” como lo posible: el espacio donde se realiza el poema en función de lo ya vivido. Duplicidad y sosiego, una copia de seguridad del sentimiento. Tributo triste a un dios no pronunciado.
Este libro inaugura la “tele-transportación poética”, que, cual error en la matrix, nos impune el bucle de ser múltiples veces el mismo, en el mismo sitio y a pesar de ser lugares diferentes; la misma persona, pero bajo el sino de la mutación como la entendía el poeta latino Horacio. Si el “Nocturno de San Ildefonso” de Octavio Paz nos deja la emocionalidad contradictora de estar en la infancia estelar del poeta y en su presente rutilante, la poesía de Javier Gutiérrez Lozano nos transporta al vértigo de un viaje que, después de haber terminado, aun no comienza a sentirse como viaje, sino como una especie de permanencia en movimiento.
El poeta tiene la capacidad de hablar de sus amores desde una nostalgia epidérmica que empieza a extenderse, no a lo largo de la piel, sino como esporas, hacia el mundo exterior y hacia dentro, infectando a quien lo toca (quien lo lee) de una placidez amarga, la del amante.
Aun en los andamios de ese mapa recién pintado, el poeta entiende que el mundo es pequeño y por eso se apalanca en México para hacerlo crecer: el ombligo de la luna está presente en las distancias que aún no se pronuncian y que, si llegaran a decirse, podrían medirse con el pulgar, de corazón a corazón.
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